Lágrimas solares

 Grandes Llanuras, Dakota del Sur (Estados Unidos), 1852

A pesar de contar con el factor sorpresa, la batalla había sido toda una matanza. Los guerreros sioux liderados por Daemyn habían sido incapaces de hacer frente a la superioridad armamentística de sus rivales. El general John Abbott había dirigido con enorme crueldad los movimientos de sus tropas y, movido por una especie de particular venganza, juraba en cada proclama acabar con los nativos a golpe de espada y tiros de escopeta. Daemyn, incrédulo ante semejante barbarie, ordenó retirar a los suyos, aunque las balas de los rivales los alcanzaron fácilmente. Paseaba, taciturno, entre los campos dorados manchados con la sangre de sus amigos y familiares. Se sentía enormemente culpable al saber que, una vez de vuelta al campamento, serían muchas las madres que no volverían a abrazar a sus hijos y que solamente el consuelo de verlos volar hacia la eternidad les dejaría descansar esa noche.

Daemyn sentía que, cada vez que la soledad le abrazase, debía mirar al cielo buscando la estrella que más brillara. Ahí sería donde residiría el valor por siempre de quienes murieron defendiendo lo que era suyo y no se doblegaron ante el invasor. Durante años, en su familia habían prometido que, a pesar de las dificultades que estuvieran por venir, las creencias del pueblo sioux no desaparecerían con el paso del tiempo, ni siquiera cuando el Sol y la Luna se uniesen en un solo ser para poner fin a la vida en el planeta. No podía dejar de mirar al suelo. El cielo, a su vez, se había teñido de rojo sangre. Una sangre que ahora inundaba cada una de sus pisadas y que emanaba llanto y dolor.

Estaba solo. Había sido el único con posibilidades para salir con vida. A lo lejos se levantaban algunas columnas de humo producidas por los cañonazos a los que les sometieron los rivales, que, una vez finalizada la contienda, marcharon con un buen número de bajas hacia el campamento que habían erigido en una colina cercana. Recordaría hasta su último aliento la cabellera color oro de Abbott, su mirada castaña llena de ira y sus ansias de muerte. Se sorprendió consigo mismo al sentir cierta admiración hacia él. Sin embargo, se redimió asegurándose que no era admiración, sino lástima de saber que aquel hombre no defendía una causa justa, lo que realmente le atraía de Abbott. De cómo la codicia de las zonas de más allá del horizonte anegaban con muerte y dolor la pureza de los territorios que ahora querían parasitar.

Continuó caminando y, exhausto, optó por sentarse sobre una roca a la sombra de un viejo y solitario árbol. El sol comenzaba a ponerse y pintó de colores cálidos el paisaje antes de marcharse a dormir y dar paso al canto de la luna. Estaba decidido a que su nombre nunca se borrase de la historia, aunque esa historia estuviese plagada de penalidades y derrotas como la de aquella noche. Aprovechó los últimos rayos de luz para inspirar, reflexionar y dedicarle una última mirada a sus compañeros de batalla que yacían inertes en el suelo, esperando a que sus almas caminasen plácidamente hacia un nuevo mundo.

Mientras tanto, la naturaleza parecía haber entendido a la perfección la situación que estaba viviendo Daemyn. A medida que el sol se escondía, el viento fue haciéndose cada vez más fuerte y soplaba con más intensidad. Al igual que ocurrió hacía dos años, cuando presagiaron la llegada del hombre blanco a sus tierras, los elementos comprendieron que aquella noche solamente significaba luto. Aguardaba a que las gentes del campamento sioux acudiesen a honrar a sus muertos a la vez que la agitación de la naturaleza le transmitía una extraña sensación de tranquilidad. Y es que, cuando la tempestad atacaba y el mundo se oscurecía, Daemyn encontraba en ese pequeño resquicio de locura un rincón en el que pensar.

Pensó… Pensó en su amada, en su familia, en Nube Roja, en el futuro de su pueblo y de sus territorios. Pensó en si, algún día, en un futuro cercano o lejano, el ser humano sería capaz de odiar a quien no tenía el mismo color de piel o a quien procedía de otra parte del mundo buscando un futuro mejor. Pensó en si la avaricia y la incultura se impondrían sobre el sentido común y la paz; pensó en el instante en el que la Madre Naturaleza diría basta y, en forma de cataclismo o desastre natural, pondría fin a la vida de un ser humano corrompido como sociedad y como especie. Daemyn, oteando una última vez el último rayo de sol, pensó en si aquel dios de color amarillo derramaría sus últimas lágrimas solares…

Playa del Tarajal, Ceuta (España), 6 de febrero de 2014

Entre 200 y 300 personas procedentes del África subsahariana intentaban desesperadamente cruzar a nado el dique de contención para pisar suelo español. En la costa, 56 indeseables agentes de la Guardia Civil respondieron a la necesidad y a la pobreza disparando 145 balas de goma y cinco botes de humo de ocultación, provocando la muerte de 15 migrantes y llevando a otros 23 inmediatamente de vuelta a las autoridades marroquíes en lo que se tradujo como una devolución en caliente.

El llanto se extendió entre quienes habían logrado sobrevivir y permanecer, aunque fuese unos minutos, sentados sobre la arena de la playa mientras se recuperaban de un viaje largo, peligroso y poco prometedor. Algunos de ellos se ocultaban el rostro con los dedos, negándose a admitir que habían perdido a 15 de sus compañeros tras una travesía que había durado meses y que les llevó a cruzar el ardiente Sáhara. Sin embargo, al llegar a territorio español, solo encontraron odio y rechazo, una brutalidad excesiva y el abuso de quien se considera superior por haber nacido en el lado “correcto” de la valla de la vergüenza.

Uno de los sanitarios observó el escenario y no pudo contener las lágrimas. Él mismo venía de Estados Unidos y sus antepasados pertenecían a los sioux, uno de los pueblos que más represión sufrió durante la colonización de las potencias occidentales de las Grandes Llanuras. La rabia y la impotencia le invadían la sangre y deseaba salir de allí corriendo, pero su ética humanitaria pesaba mucho más. Mientras, la voz de un tal M. Rajoy y del ministro tartamudo de Interior alababan la salvaje actuación de los agentes de la Guardia Civil.

Más dolor, más lágrimas y, de repente, más calor. El sol, una vez más, quiso mostrarse comprensivo y vertió sobre el lugar de la matanza sus particulares lágrimas solares.

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