La cruz del diablo

Lo que Guillermo tenía ahora ante sí había cambiado por completo. Ya no había nadie. Estaba solo en medio de una gran explanada blanca. Se preguntó si seguiría soñando, se preguntó por qué la señorita de Blanco no estaba a su lado, se sorprendió al ver a una extraña figura que se acercaba lentamente hacia él.

De lejos era una sombra y, a medida que se acercaba, el contorno de aquella sombra se iba definiendo cada vez más hasta que, finalmente, se detuvo frente a Guillermo y dejó verse al completo. Era un hombre corpulento, alto, con barba cana y descuidada, pelo gris y abundante y mirada de ojos verdes y penetrantes. Su cara estaba llena de arrugas, que surcaban mejillas y párpados como si de ríos repletos de historias se tratasen. Sus ropas eran todas oscuras y antiguas, llenas de agujeros y con la sensación de que alguien le había arrancado ciertas partes de dichos ropajes.

_ Hola joven, ¿cómo has llegado hasta aquí?_ preguntó el hombre con voz grave y serena.

_ No lo sé, estaba en una habitación y… de repente todo se desvaneció y…_ Guillermo dejó de hablar cuando vio que el hombre dibujaba una media sonrisa con la comisura de los labios. Estaba convencido de que si le contaba la historia entera, el hombre no le creería pero, a fin de cuentas ¿qué hacía él allí también?

_ La señorita de Blanco te ha traído hasta aquí ¿verdad?_ Guillermo vaciló, no sabía qué responder._ Tranquilo, ella sigue contigo, no te ha abandonado. Ahora mismo estás dentro de ella. ¿Por qué dirías que te ha traído?

_ Seguramente porque quiere que aprenda algo nuevo, y ese algo nuevo es difícil de encontrar en el mundo exterior.

El hombre volvió a sonreír, y esta vez dejó entrever una dentadura pulida y cuidada que poco tenía que ver con el aspecto del resto de su cuerpo.

_ Desde luego que sí, y para eso estoy yo, para contarte esta historia.

Era un muchacho cuando sucedió todo aquello. Es probable que si contase esta historia en medio de la plaza del algún pueblo, los que allí se encontrasen me llevarían al manicomio más cercano por considerarme un auténtico loco. Pero esta historia es cierta, ¡ya lo creo que sí!, y llevo queriendo contarla desde el mismo día en que me ocurrió.

Recuerdo una noche clara. La luna llena se erigía como la reina de los cielos y guiaba con su luz a los viajeros despistados como yo. Caminaba a la linde del bosque, temeroso de encontrarme con algún animal atraído por mis pisadas y mi olor. Afortunadamente lo único con lo que tuve la suerte o la desdicha de cruzarme fue una posada. Y digo suerte o desdicha porque aquella posada tenía un curioso nombre: La Cruz del diablo; sin embargo, el cansancio y los kilómetros acumulados en mis piernas me obligaron a entrar y a preguntar si sería posible alojarme allí una noche.

La estancia era cuadrada y estaba vacía. Iluminada por unas cuantas antorchas y varios candelabros, poseía un aspecto realmente tenebroso. Todo lo que en ella había estaba maltratado por el paso de los años (incluido el camarero) y muy desvencijado. Sin embargo, hubo algo en aquella estancia que me llamó la atención. Un barril que estaba situado en una de las esquinas de la estancia. Atraído por el suave olor que de él emanaba además de la sed que tenía, me acerqué y, sin preguntar si quiera al camarero, que parecía algo despistado, cogí una jarra de una mesa cercana y la llené con el contenido del barril. El líquido era negro y borboteaba ligeramente. No tenía el aspecto más apetecible del mundo pero el olor a romero y miel que desprendía me había poseído. Miré el contenido de la jarra una vez más y, lenta pero decididamente, me llevé la jarra hacia la boca. A medida que me la acercaba, algo en mi interior me decía que no debía probar aquello pero el olor se hacía más fuerte en mi cabeza, se transformó en sabor, en control…

Desperté con los primeros rayos de sol. Estaba enfrente de la Cruz del diablo. Me levanté y, al fijarme en mis manos, descubrí que ya no era el muchacho que había entrado aquella misma noche. Por el contrario, estaba viejo y los años habían hecho mella en mí. Ya no había bosque, sino una lujosa urbanización llena de casas y coches de incalculable valor. Sin embargo, la posada seguía ahí, parecía pasar inadvertida a los escasos viandantes que pasaban por delante de ella. Intenté acercarme a una pareja para preguntar qué había pasado, pero mis piernas me condujeron directamente hacia la posada, en cuya puerta estaba escrito: In iniquitatibus conceptus sum: et in peccatis concepit me mater mea*

_ Fue lo último que leí antes de saberme ya muerto, Guillermo_ concluyó el hombre.

_ Pero si usted está muerto, ¿qué hago hablando con usted? ¿Acaso lo estoy yo también?_ el hombre, al que Guillermo decidió llamar El Viajero, soltó una gran carcajada.

_ No muchacho. No quiero asustarte. Sólo quiero advertirte de que, si no cuidas lo que haces ni estudias cada uno de tus movimientos, tus instintos y necesidades más primarios son capaces de llevarte a hacer algo de lo que luego puedes arrepentirte. Yo entré en aquel lugar y ya no pude volver a salir, aquel lugar era la mismísima muerte._ Y antes de que Guillermo pudiese replicar, El Viajero dijo, _ Mi hija podrá mostrarte el resto_ y desapareció.

*"Fui formado en la maldad, y en pecado me concibió mi madre"; Bécquer, Gustavo Adolfo; "Rimas y Leyendas"; "El Miserere". Al igual que la frase, el título de esta entrada está sacado de otra leyenda de Bécquer.

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