Serendipia
Una
serendipia se define como un descubrimiento o hallazgo afortunado e inesperado
que se produce cuando se está buscando algo totalmente distinto. También como
la habilidad de una persona para reconocer que ha descubierto algo importante aunque
no tenga relación con lo que busca…
La Habana (Cuba), 1968
“¿Quién soy? ¿Qué hago aquí? ¿Hay
algún vínculo que me aferre a la vida? ¿El valor, tal vez? ¿El miedo a morir?
¿La luz de sol asomando por mi ventana cada mañana? ¿La oscuridad de la noche en
cuyos brazos tenebrosos se dibujan los mayores fantasmas de mi vida? ¿El sonido
de un piano armonizando una velada romántica? A veces pienso… ¿Cómo he llegado
a ser la persona que soy? ¿Y mi alma? ¿Qué ha sido de ella? ¿Dónde está? Un día
me prometió que jamás se marcharía… Y yo no he hecho nada malo. Sigo siendo
quien un día fui. Una niña ocupada de ser feliz en un mundo sumido en la
guerra. Una niña a la que le gustaba comer caramelos y jugar con sus amigas en
la calle. Nunca tuve la osadía de criticar ni meterme con nadie. ¿En qué me he
convertido con el paso de los años? ¿Ha sido la vida quien me ha obligado a ser
fuerte? Han pasado muchos años desde aquello y todavía sigo arrepintiéndome de
no haber actuado correctamente.
Estudié Derecho en la Universidad de
La Habana, la ciudad en la que llevo residiendo durante 30 años. Desde entonces
aprendí que a la humanidad le excita la muerte. Somos crueles, vengativos y nos
regocijamos cuando vemos horror a nuestro alrededor. Y la Tierra, mientras
tanto, gira, ignorando lo que sucede en cara poro de su piel. Creo que ya es
suficiente. Este no es mi sitio. Cuando llegue a casa haré las maletas y me
mudaré lejos de aquí. No sé dónde, pero el mundo se ha vuelto loco. Desde
pequeña tuve la suerte de ser educada en una familia que amaba la naturaleza,
los derechos innatos y se regían por la razón y la justicia. Mi familia amó el
mar, las palmeras, adoró montañas y ríos… Y de repente todo esto ya no existía.
Decidido. Me marcharé convertida en suaves soplos de viento. Quiero cruzar el
Atlántico y no llegar nunca a la otra orilla, ser un pez nadando feliz entre
olas y tormentas. Quiero ser parte de ella y enfrentarme a lo inesperado, a
aquello que, a veces, encontramos por casualidad. Quiero ser agua, tierra,
fuego y aire. Para nada valían todos mis bienes materiales… Eran caprichos y
montones de basura envueltos bajo una capa de consumismo barato e innecesario.
Al fin llegué a casa. Las flores del
jardín se habían marchitado ante la falta de cuidados. Ya todo me daba igual.
Me encontraría flores y plantas mucho mejores allá donde el destino quisiera
que llegase. La casa estaba oscura. Las persianas no funcionaban. Hubo un día
que decidí no ser cómplice de lo que ocurría en el exterior. Una sociedad
sumida en el alcohol, las drogas sintéticas, las peleas y los conflictos
mundiales. Preferí sumirme en la tranquilidad que emanaban las hojas de mis
libros. La novela hispanoamericana, la Generación del 27 y la del 98 me daban
paz. Sin olvidar a mi amada Frida… La literatura era algo que me alejaba
completamente del ser humano cruel, vanidoso y egoísta. La literatura, en
definitiva, me hacía feliz.
Entré en el dormitorio. La cama estaba
hecha. Llevaba tiempo sin arroparme por las noches, cuando el insomnio me
atacaba y circulaban por mi cabeza ideas de un mundo completamente diferente.
¡Qué ingenua! Aquellas noches, volvía a ser una niña y los fantasmas quedaban
escondidos en el armario. Me acerqué a la mesilla de noche y cogí un colgante
que me había regalado una mujer en Sierra Maestra cuando todavía era una
chiquilla. Su aspecto jamás lo olvidaré. Vestía con una túnica indígena de
rayas marrones y negras y en la cadera un cinturón con bordados de figuras
geométricas. Iba descalza y adornaba sus muñecas con numerosas pulseras de las
que colgaban varios amuletos. En el pelo llevaba una cinta que le colocaba, en
cierta parte, su larga melena morena. Sus ojos eran rasgados y marrones, llenos
de serenidad e impregnados en sabiduría. Me vio perdida y, sin mediar palabra,
me sonrió y me entregó el colgante que ahora llevo en el cuello. Cogí, además,
una foto de mi difunto marido y me la guardé en el bolsillo de la chaqueta. No
necesitaba nada más para iniciar mi largo viaje. Estábamos en una isla… ¿¡Y
qué!? Era mejor aventurarse y no conocer más allá de donde alcanzaban mis ojos.
En el horizonte se dibujaba ante mí una nueva vida. No era precisamente joven,
pero eso era algo a lo que apenas le daba importancia. Sé que mi alma se haría
inmortal, aunque, ahora mismo, no sabía dónde se había metido.
Salí de la habitación y observé el
salón. La estantería estaba llena de los libros de los autores y autoras de las
generaciones que ya he mencionado. Sentía que una gran parte de mí se quedaba
en esa estantería, pero allí donde iba no necesitaba bienes materiales. ¿Pero,
dónde iba? No me acuerdo… Espera, no lo sé. Me reí de mí misma. Eché un último
vistazo a lo que un día fue mi hogar y abrí la puerta. El sol caribeño y la
brisa marina me acariciaron el rostro. Sentí una especie de paz en mi interior.
Me puse un sombrero que tenía colgado en el vestíbulo, unas gafas de sol y salí
de casa. Al cerrar la puerta noté cómo la felicidad recorrió mi cuerpo. Por mis
venas corría decisión. Mi sangre era ahora un torrente lleno de valentía. Por
fin me sentí libre de ataduras. Ya no existía nada más. Sólo el mundo y yo. Yo
y el mundo…
Me dirigí hacia el puerto. Busqué
algún barco cuyo destino no estuviese todavía determinado. Fijé la vista en
varios marineros, intentando establecer contacto visual para poder iniciar una
conversación. A pesar de todo, soy una mujer bastante tímida. Siempre lo he
sido. Finalmente, me acerqué a un capitán de barco y le pregunté que cuál era
el destino de su nave. Con una voz tremendamente misteriosa me respondió: “El
fin del mundo”… Allí estaba mi sueño. Un barco llamado Lost. Bien es cierto que el nombre no invitaba precisamente al
optimismo, pero era el sitio ideal para aunar a todas las almas descarriadas
que no encontraban un lugar adecuado en el mundo que nos había tocado vivir.
Ofrecí al capitán todo el dinero que llevaba encima y subí al barco. A medida
que me acercaba a cubierta y me alejaba de tierra firme, mi impaciencia se
acrecentaba. Mi espíritu indomable se moría por traspasar mi piel y correr y
gritar libre junto al mecer del mar. Los pasos eran firmes. No había ninguna
opción de que me arrepintiese de todo lo que estaba haciendo. Una cosa era
segura: mañana no volvería a trabajar ni a oír el dichoso despertador. A partir
de ese momento me convertiría en otra persona totalmente distinta.
Pasaron treinta minutos hasta que el
capitán dio la orden de zarpar. Estaba nerviosa. Muy nerviosa. Lo había hecho.
El barco quitó el ancla y se alejaba cada vez más de las dársenas del puerto.
Las casas marineras se empequeñecían, El olor a sal sustituía el olor a
podredumbre del puerto. Las olas envolvían con su suave sonido los gritos de la
gente que gritaba en tierra firme. Miré al cielo e inspiré hondo. Paz… Las
nubes blancas se movían con gran rapidez en su océano particular. Sonreí. Era
feliz. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que me sentí así. Ni
siquiera me acordaba. La vida me había arrebatado todo lo que un día amé. Mi
marido había muerto de un infarto mientras paseaba por nuestra calle. Mi hija
me fue arrebatada de mis brazos el mismo día que nació. Hace ya 9 años de
aquello y no he vuelto a saber de ella. Se me prohibió, bajo pena de muerte,
seguir su rastro. Mi marido y yo nos refugiamos en el alcohol durante dos años,
asumiendo que jamás volveríamos a recuperar la felicidad. Y así fue. Al año
siguiente, él falleció. Mi querido Martín...
Las aguas del mar susurraban
sigilosamente. Parecían comentar el transcurso del día. Al fin y al cabo eran
seres vivos y habitantes del planeta Tierra. De vez en cuando, desde cubierta,
se podían atisbar algunos delfines e incluso una ballena. Jamás había visto
una. Me reía descaradamente al pensar en la religión. Al observar a un ser vivo
de tamaña belleza, más me costaba comprender cómo un gran sector de la
población mundial seguía creyendo que un “Dios” había sido capaz de dar vida a
estos cetáceos. Un “Dios”, por cierto, que gracias a su infinita bondad,
sabiduría y misericordia había permitido que el ser humano se matase por un
cacho de pan. Su alma estaba manchada de sangre. Era oscura y tenebrosa… Mi
diosa era ella, la naturaleza. Era mi hogar, mis ojos y mis oídos, mi guía en
esta vida. Y parte de ella quería ser.
Caía la noche. No sé cuánto habíamos
recorrido ni hacia dónde nos dirigíamos, pero sólo veía mar. Estaba rodeada de
agua y cielo. El horizonte fue pintándose de un morado intenso hasta que el
manto de la noche nos arropó bajo una sábana de estrellas. El barco estaba
tranquilo. Éramos un grupo de unas 30 personas y todavía no había cruzado
palabra con nadie. Me había quedado ensimismada observando el paisaje que se
presentaba ante mis ojos. Era la unión perfecta entre paz y naturaleza. Eran
amor y sexo. Eran sabiduría y cultura. Era perfección.
De repente, se me acercó por la espalda un miembro de la tripulación. Sobresaltada, me giré rápidamente y observé que ante mí tenía a un chico de unos cuarenta años. Su nombre no lo recuerdo del todo bien. Sin embargo, sí sé que su apariencia era misteriosa. Parecía venido de otro lugar, de un mundo lejano. No sabría describirle puesto que, desde que cruzamos nuestras miradas, solamente recuerdo haber pronunciado unas palabras. “¿Mi nombre? Yo… Me llamo Serendipia…” Oscuridad absoluta. Todo negro y un grito en la lejanía…”
Comentarios
Publicar un comentario