El cielo está aquí abajo

Serendipia (2017)

Todavía con la mente puesta en Annabel Lee, Martina se acercó a la ventana para cerrarla. Cuando posó sus dedos sobre el marco se fijó en que, a lo lejos, en una pequeña cala escondida bajo unos acantilados de aspecto feroz, había una figura vestida completamente de blanco. Permanecía inmóvil, sintiendo el salpicar de las olas sobre su piel. Martina cerró, se vistió rápidamente y salió. Una vez fuera se percató del lugar en el que había estado durmiendo. En un cartel que había en la entrada rezaba: Casa Comunal de Serendipia. Justo sobre el letrero, desdibujado por el paso de los años, el símbolo del pájaro atravesando el anillo de fuego.

Martina corrió en dirección a la cala. El camino se hacía cada vez más complicado. Pronto, la hierba y el barro fueron sustituidos por rocas puntiagudas y resbaladizas. Aquel lugar le resultaba extrañamente familiar… A medida que se acercaba a duras penas a la cala, el sonido de las olas rompiendo contra las rocas se hacía más intenso. La figura de blanco había desaparecido. Sobre la arena solo había unas huellas que conducían hacia una gruta excavada en pleno acantilado. Jadeante, se dirigió por el mismo lugar en el que estaban dibujadas las pisadas de aquella misteriosa mujer sobre la arena. Estaba enfrente de la gruta, de donde comenzaron a salir rayos de diversos y llamativos colores. En el interior se escuchaban gritos y música en vivo. Martina entró atraída por el olor a cerveza que emanaba de aquel misterioso lugar.

El sinuoso camino que conducía hacia el celestial sonido de la música estaba escoltado por varias estatuas de mujeres pioneras a las que ni el paso de los años ni la humedad habían logrado borrar la personalidad con la que fueron esculpidas. Así, Martina caminaba entre estatuas de Simone de Beauvoir, Marie Curie, Flora Tristán, Simone Veil, Olympe de Gouges, Clara Campoamor y una que le llamó realmente la atención: un cuerpo de mujer sin rostro en memoria de todas las heroínas anónimas del planeta. Siempre había sido una apasionada del feminismo y ver aquello le hacía sentirse en paz y armonía con el entorno que la rodeaba. Completamente atónita y ensimismada, Martina no se percató de que se encontraba en la entrada de lo que parecía un verdadero paraíso. En la parte superior había un letrero de neón morado que indicaba el nombre de aquel lugar: “La novia de la muerte”.

Entró. A su izquierda, una barra atestada de mujeres conversando entre ellas, bebiendo y fumando sin ataduras. Al fondo, una pista de baile presidida por un pequeño escenario en donde se situaba una banda compuesta por otras cuatro mujeres. En aquel momento sonaba “I am a hero”, una particular versión de la famosa canción de Bonnie Tyler. Una nube de humo de tabaco y marihuana daba al lugar un aspecto realmente atractivo y siniestro. En la parte derecha había varias mesas en las que se podía disfrutar del amor libre bajo la atenta mirada de posters y fotografías de Esperanza Aguirre, el Obispo de Alcalá, Hermann Tertsch y Ana Botella. Martina comenzó a reír a carcajadas. Aquellas imágenes le resultaron enormemente graciosas. Se acercó a la barra, pidió una cerveza y se fue a una de las pocas mesas que estaban a medio ocupar. Cogió una servilleta, en la cual estaba escrita la última reforma de la Ley del aborto impulsada por Gallardón. A Martina le brotaban las lágrimas a borbotones.

_ ¡Eh, cuidado, compañera! Te voy a dar si no te quitas de ahí_ le advirtieron desde el lado contrario.

Eran un par de chicas de entre unos 20 y 25 años que estaban jugando a los dardos. Ambas sostenían un canuto a la vez que hacían verdaderos malabares para no desperdiciar ni una sola gota de sus “ron cola”. Las chicas sonrieron amablemente y le indicaron que se acercase a ellas.

_ ¿Qué tal?_ dijo una de ellas. Le dio dos besos y se presentó._ Yo soy María y mi amiga se llama Azucena. Ahora es mejor no hablarla, está demasiado concentrada en no volver a fallar.

Martina rio. Azucena no se sintió molesta por el comentario de su amiga. Al contrario, con una mirada enternecedora hizo que ambas se dedicasen dos de las sonrisas más puras que Martina jamás había visto. Aquel momento fue mágico. Azucena enseguida giró su cuerpo hacia la diana y apuntó…

_ ¡Al centro! Justo en su bocaza, María. Me debes una ronda_ dijo tras guiñarle el ojo._ ¿Qué tal? ¿Cómo te llamas?_ preguntó dirigiéndose a Martina.

_ Martina_ contestó esta.

_ Me encanta ese nombre. Mi abuela se llamaba así… Bueno, ¿te gustan los dardos?_ dijo a la vez que extendía su brazo en dirección a la diana, la cual era realmente peculiar.

Martina no se había percatado hasta ese momento, pero en la diana no estaban los típicos colores rojo, verde y negro. En su lugar había un retrato de Albert Rivera en cuya camisa había un mensaje: “Yo apoyo la gestación subrogada”. Martina no podía dejar de reír. Azucena y María, mientras, le contaban historias de aquel maravilloso bar.

_ Todas las semanas hacemos el Día del Cuñado_ comenzaba María.

_ No es fijo. Va cambiando según el día en el que Rivera, Osborne o Cárdenas dicen algún comentario absurdo e inútil_ continuaba Azucena.

_ Como puedes observar, nos hemos asegurado de que todas las semanas haya, mínimo, un Día del Cuñado_ finalizaba la otra. Martina reía y reía mientras sus cervezas se multiplicaban. Había encontrado en María y Azucena dos cómplices estupendas.

_ ¿Te acuerdas aquella vez que nos teñimos todas de rubio?_ inquirió María mientras golpeaba cariñosamente a Azucena en el hombro.

_ Sí, sí_ contestó Azucena entre sonoras carcajadas._ Lo hicimos para “hacernos las rubias” porque, según Cristina Cifuentes, aquello te abría muchas puertas. A nosotras sí que nos abrió puertas_ aquel comentario fue seguido de más risas.

Martina observaba. De repente, María y Azucena ya no eran dos, sino cuatro. La boca le sabía a tabaco y marihuana. Estaba feliz y sonreía continuamente. Hacía tiempo que no experimentaba una sensación como aquella. De fondo sonaban las risas de sus dos recién estrenadas amigas. “Un vaso es un vaso y…” Risas. “Cuanto peor para usted, mejor…”. Más risas. La música sonaba cada vez más alto. Felicidad. Paz. Armonía. Girls just wanna have fun, Back to black… El cielo estaba ahí abajo, escondido en una gruta de un acantilado cualquiera…

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