Las Cuatro Hijas
Serendipia (2017)
Tormenta había llegado. Y lo había hecho para quedarse. Martina
estaba ordenando las ideas en su cabeza. Ideas que se amontonaban como el polvo
en los cajones del olvido, aquellos mismos donde los recuerdos se hacían
ovillos y la memoria olía a madera vieja. Martina había llegado. Y lo había
hecho para quedarse. En mente todavía tenía el encuentro sexual con María y
Azucena, a quienes ya echaba de menos. El turbio pasado de Martina le había
hecho entregarse a sus impulsos más primarios. Cuando aquel malnacido se
atrevió a ponerle la mano encima, su primera reacción fue golpearle. Pero no lo
logró… El resto de la historia lo depositó en los cubos de la basura de su
corazón. No quería vivir con aquel episodio de su vida. Le confundía el alma.
Encerrada en su propia historia, Martina apenas se había percatado
de que a través de las ventanas sólo se veía un manto blanco de nieve aderezado
con más viento y rayos. “El Norte… ¡Bendito Norte!”, pensó Martina. Estaba
decidida a llegar hasta el final. Alguien, todavía no sabía quién, le había
encomendado la tarea de devolver a aquel pueblo a su antigua gloria y para
ello, lo primero que debía hacer era encontrar a esa misteriosa familia de
mujeres que jamás envejecían. Algo en su interior le decía que estaba mucho más
cerca de lo que creía. Aunque se aferraba a esa idea, el hecho de no saber qué
camino seguir a partir de ese momento la atormentaba. Martina siempre había
sido una chica segura de sí misma. Pero aquel malnacido… Sacudió la cabeza en
señal de negación. No permitiría que los cubos de basura volviesen a ensuciar
su sangre.
Apretó con fuerza el colgante que la Dama de Fuego le acababa de
dar. Lo sostuvo entre sus dedos y lo observó detenidamente. Aquella imagen… La
había visto en algún otro lugar pero su memoria no era capaz de dibujar
nítidamente la escena. El pájaro sobrevolando el mar, huyendo del fuego,
escapando de la esclavitud que suponían las llamas, levantándose contra la
opresión de la jaula que lo había tenido encerrado durante cientos de años… El
símbolo de las Cuatro Hijas. Una luz se había encendido en su interior. Po fin
lograba recordar por qué aquel símbolo le era tan familiar. En una ocasión,
cuando era pequeña, había entrado en el estudio de su madre. Aquella habitación
siempre le había gustado. El escritorio de madera vieja, los lápices y
bolígrafos esparcidos por la mesa, los cajones llenos de papeles, la pizarra
con nombres extraños… Su madre nunca la dejaba entrar y aprovechaba las escasas
oportunidades que tenía para fisgonear. La vez en la que Martina descubrió
aquel símbolo pintado en un sobre fue la última. Desde ese momento, su vida
cambió radicalmente. Ya no hubo más “buenos días” con sabor a tostadas y miel,
ni más guerras de abrazos y cosquillas, ni besos, ni caricias ni películas de dibujos…
Nada. El manto de la desdicha se cernió sobre ella.
Rebuscó en su mochila. Recordaba haber metido un libro antes de
partir hacia Serendipia. Un libro que podía desvelar gran parte de las dudas
que tenía respecto a aquel símbolo. Ahora que lo tenía en sus manos, el interés
que le suscitaba era cada vez mayor, una especie de necesidad innata por saber
más sobre su origen. Encontró el libro, de encuadernación antigua de color
negro y tapa dura. Las páginas habían sufrido el paso del tiempo a pesar de los
incontables esfuerzos de Martina por mantenerlo. Buscó desesperadamente la
página en la que intuía que podía haber algo interesante. Tras cinco minutos,
se detuvo casi en la parte final. Sus ojos se clavaron directamente en la
página, escrutando cada milímetro de la misma. Allí estaba, el símbolo de Las
Cuatro Hijas… “Cuba (1968). ¿Quién soy?
¿Qué hago aquí? ¿Hay algún vínculo que me aferre a la vida?
¿El valor, tal vez? ¿El miedo a morir?”.
Aquellas líneas fueron escritas por alguien verdaderamente importante.
Alguien que sabía cosas que no debían salir a la luz. Martina continuó leyendo…
“Somos crueles, vengativos y nos
regocijamos cuando vemos horror a nuestro alrededor. Y la Tierra, mientras
tanto, gira, ignorando lo que sucede en cara poro de su piel. Creo que ya es
suficiente. Este no es mi sitio.”; le apasionaba la mente atormentada de
aquella alma escritora. Martina nunca supo cómo ese libro había acabado en su
estantería pero le acompañaba allá donde iba. “Me acerqué a la mesilla de noche y cogí un colgante que me había
regalado una mujer en Sierra Maestra cuando todavía era una chiquilla”. El
colgante… Aquella pieza nacida en Sierra Maestra estaba ahora en manos de
Martina, que leía con avidez cada línea hasta llegar al final: “¿Mi nombre? Yo… Me llamo Serendipia…”
Oscuridad absoluta. Todo negro y un grito en la lejanía…”.
Martina no era capaz de contener la emoción. Estaba a punto de llegar
al final de aquel sinuoso camino. Temblaba. Los nervios se habían apoderado de
ella. Serendipia… Como su abuela, la misma que había llegado hacía 39 años a
aquellas misteriosas costas cargadas de leyendas y fantasía. Las costas que
habían visto nacer el mayor incendio con el que se quiso arrasar el primer
lugar en el mundo en el que la mujer se había librado por fin de las cadenas
del machismo. Serendipia, el mismo pueblo donde todas sus habitantes eran
mujeres que habían logrado ser dueñas de su propio destino. Mujeres como
Annabel Lee, Azucena, María, la Dama de Fuego, la dueña de la cabaña en medio
del bosque o la panadera que vio en su primer amanecer allí.
Martina sonreía. ¡Había estado con esas mujeres inmortales al tiempo
de las que le había hablado Alba! Annabel Lee, La Dama de Fuego, la dueña de la
cabaña en medio del bosque… Sólo le faltaba encontrar a una cuarta. Aquello era
lo único que no lograba encajar. Gracias a la Dama de Fuego había conducido
hacia Serendipia. Gracias a Alba, su yo del pasado, conoció la historia de las
Cuatro Hijas. Gracias a la dueña de la cabaña descubrió la historia del símbolo.
Gracias a María y Azucena supo que en Serendipia, la libertad de la mujer era
la única bandera, religión, himno e ideología. Estaba cerrando el círculo…
Tormenta estaba llegando. “¡Claro, joder!”_ Se dijo Martina mientras se
golpeaba la cabeza._ “La abuela”. Su abuela había sido quien había parido todo
aquello. Un día de 1968 decidió dejar Cuba y regresar a España. Buscó unas
líneas que le habían llamado poderosamente la atención. “Mi espíritu indomable se moría por traspasar mi piel y correr y gritar
libre junto al mecer del mar. Los pasos eran firmes. No había ninguna opción de
que me arrepintiese de todo lo que estaba haciendo”. Y lo había hecho.
Comenzó a llorar. Aquello le había hecho sentirse enormemente
orgullosa de su abuela, a quien no había conocido. Ni siquiera su madre lo
había hecho. Por eso el nombre de aquel pueblo le resultaba familiar. Por eso
la intuición le había guiado hasta aquel lugar inhóspito llamado Serendipia. El
espíritu de su abuela, todavía vivo en ella, la condujo hasta allí. Ahora sabía
todo. El incendio que quiso borrar del mapa aquel maravilloso lugar, el fuego
en el símbolo de las Cuatro Hijas, el pájaro dispuesto a encontrar una nueva
vida o, lo que es lo mismo, su abuela cruzando el Atlántico… Y, sin embargo,
seguía sin encontrar a la cuarta hija.
Había algo que se le escapaba y estaba dispuesta a encontrarlo aunque aquello le costase la vida.
Se acomodó, encendió el fuego y comenzó a leer el libro desde el principio, envuelta en una manta y escuchando el crepitar del fuego. Todo debía acabar como empezó, en aquella casa.
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