El adagio de Serendipia
Un adagio es descrito como una
sentencia breve de inspiración culta o popular y de contenido moral o
doctrinal… Volvemos a Cuba, volvemos al 1968…
Lost (en algún punto del Océano Atlántico), 1968
“Un frío interno me congelaba los huesos. Un pequeño escalofrío
había recorrido toda mi espina dorsal. No auguraba nada bueno. Hacía una semana
que había decidido embarcarme hacia el más allá. Pasaba las mañanas en
cubierta oteando el horizonte y observando el esplendor de la naturaleza. Por
las tardes me dedicaba a pensar y, cuando caía el sol, me encerraba en un lugar
apartado a escribir todas mis vivencias. Quería que esas mismas páginas
sirviesen de fuente de inspiración a mi posible descendencia. El turbio pasado
al que estuve condenada me robó parte de mi historia. Por ello, había decidido
plasmar en un cuaderno la inmortalidad de mis palabras… El sonido de las olas
me embotaba la mente. No existía nada más que el mar y yo; el cielo y yo; el
sol, las nubes y yo; los animales y yo…
Un valiente jefe indio dijo una vez: “Sólo cuando el último árbol
sea cortado, el último río envenenado y el último pez atrapado, nos daremos
cuenta de que el dinero no se puede comer…”. Y aquí estamos, robando la piel de
la Tierra talando sus bosques mientras desnudamos nuestras vergüenzas;
contaminando las venas y arterias que transportan vida en forma de ríos; fomentando
la incultura, la intolerancia y la codicia en forma de cadenas de comida
rápida; llora el iceberg y se derrite al ver morir a los pingüinos, a los osos
polares y a las focas; duerme eternamente la playa repleta de colillas,
condones y revistas del corazón; huye el pajarillo que con su canto alerta a
los demás del incendio que quema el que ha sido su hogar durante años; corren
los animales mientras chillan, pensando que así podrán disimular el sonido que
produce la escopeta del cazador furtivo… Se estremece la Tierra. El último en
llegar es ahora su dueño…
Encerrada en mi propia mente, apenas me percaté de que una figura
extraña y oscura se dibujó a lo lejos, dando forma humana a las nubes que
comenzaron a tornarse grises. Ante la estupefacta mirada de los marineros,
atemorizados por si se trataba de un huracán, aquel ente comenzó a recitar unos
versos en una extraña lengua.
“Una era de hachas, una era
de espadas, de escudos destruidos, una era de tempestades, una era de lobos,
antes de que la era de los hombres se derrumbe. Un lobo engullirá al Sol, y
los hombres lo verán como una gran catástrofe. El otro lobo capturará a la Luna y tampoco eso será mejor. Las
estrellas caerán del cielo. También
esto sucederá: toda la tierra y
las montañas temblarán y todas
las cadenas y lazos se quebrarán y romperán. Y entonces el lobo Fenrir quedará libre. Una segunda tierra ve
surgir del mar, verde otra vez, las cataratas caen, el águila vuela sobre
ellas, cazando peces en
las corrientes de las montañas. Los Aesir se reúnen de nuevo en Idavold y
hablan de la poderosa Serpiente del Mundo, y traen a la memoria los
poderosos juicios y los antiguos misterios del
mismo Gran Dios. Luego se encontrarán de nuevo en la hierba esas maravillosas
piezas de juego de
oro que les pertenecieron en tiempos antiguos”.
Acto seguido, numerosos truenos dieron el inicio de orquesta a la
tormenta. Parecía un paisaje apocalíptico. El gris y el negro habían cubierto
con su oscuridad el cielo. De repente comenzó a emerger otra figura de entre la
cortina de lluvia… Tenía forma de cruz y, más tarde, adoptó forma humana. Al
igual que la primera, recitó unos versos en latín.
“Y fue vista otra señal en el cielo: y he aquí un grande dragón
bermejo, que tenía siete cabezas y diez cuernos, y en sus cabezas siete
diademas. Y su cola arrastraba la tercera parte de las estrellas del cielo, y
las echó en tierra. Y el dragón se paró delante de la mujer que estaba para
parir, a fin de devorar a su hijo cuando hubiese parido. Y ella parió un hijo
varón, el cual había de regir todas las gentes con vara de hierro: y su hijo
fue arrebatado para Dios y a su trono”.
Una vez pronunciada la última palabra,
el viento se intensificó. El mar embravecido amenazaba con hacernos desaparecer
en las entrañas del olvido. Los marineros habían subido a la cubierta a
observar aquel asombroso y escalofriante espectáculo. El agua mecía el barco y
el pánico empezó a extenderse por cubierta. Sólo el capitán permanecía inmóvil
contemplando la escena que estaba teniendo lugar unas millas más allá. Una leve
sonrisa apareció en la comisura de sus labios. Había empezado a llover y las
gotas surcaban rápidamente cada arruga de su rostro curtido por los años. Se
giró y me miró. Le devolví la mirada de inmediato. Ambos sonreímos, ajenos a lo
que ocurría a nuestro alrededor. Aquel barco, el Lost, estaba condenado
a la desaparición. Aquel barco era la viva imagen de la debilidad del ser
humano en la Tierra. “El hijo del Titanic” lo llamaban
algunos y, sin embargo, parecía que iba a sufrir el mismo destino que su
predecesor.
Ya no se derrite el glaciar ni arden
bosques y selvas. Ya no llora la cría de ballena buscando a su madre
desaparecida. No ruge la Tierra ni se rasca su piel infecta. No existe ya la
lluvia ácida… Se ha convertido en el cauce de un río que llevaba años seco. De
repente, la Tierra había empezado a reconquistar aquello que era suyo. Aquel
día, la diosa Naturaleza había anunciado el fin del mundo en forma de religión.
Toda creencia había desaparecido. La vulnerabilidad humana y su ignorancia
refugiada en algún ente superior se deshacían frente al poder de la Tierra.
El capitán se había acercado a mí. Nos
volvimos a mirar… Cuánta complicidad en los ojos de quienes saben que aquella
sería su última tarde sobre las aguas del mar. Nada importaba ya. Desde una
punta del mundo a la otra se clamaba venganza. Habían sido demasiados años de
sufrimiento y sumisión a aquella “raza superior”. Aquel día supondría el fin de
una era dominada por la incultura, la intolerancia y el afán de poder. El
experimento no había logrado salir a flote y allí estaba, pagando las
consecuencias. La paz, la libertad, la armonía y el amor apenas se habían
levantado un palmo por encima de sus más feroces enemigos. Aquellas eran las
consecuencias… Otra voz en el firmamento. Una voz rasgada y canalla… La voz de
quien sabe que todo aquello renacería allá abajo, en el infierno.
“Acompañadme. Dadme la mano pues os
voy a enseñar cuál es el verdadero significado de la vida. Hace tiempo que mi
hermano me desterró al inframundo y allí he fundado yo mi reino. De allí surgen
los males que asolan vuestra mísera existencia. Ahora he venido a por lo que es
mío. Jamás creeré en ti, hermano, ni en ninguno de tus secuaces vestidos de
blanco y adornados de oro… Aquellos que predican el reparto… ¡A la mierda,
hermano! Dadme la mano pues yo os redimiré de vuestros pecados, lejos de los
símbolos que han invadido vuestros corazones. Reuniré de nuevo a las familias
cercenadas por la guerra… Amaré a las personas separadas por la enfermedad.
Odiaré a aquel que predique… Mi única religión es la vida…”
Se escuchó una risa que se disipó en el
infinito… Aquella voz pertenecía al ser más puro que la humanidad había creado
en contra de su voluntad, obligada en parte por un subconsciente demasiado
ocupado en comportarse bien. Aquella voz pertenecía al compañero de quien nos
atacaba. La diosa Naturaleza enviaba a sus súbditos y detractores a conversar
mientras ella se encargaba del resto. Resonaban unos tambores en la oscuridad
del firmamento… La escena era totalmente dantesca. Nadie sabía cómo detener
aquello… Buscaban desesperados consuelo mientras rezaban a un Dios que los
había abandonado. Llantos, plegarias y desesperación inundaban la cubierta del
barco. Yo, sin embargo, sentía cómo los escalofríos de mi espalda se
transformaban poco a poco en una sensación de placer que hacía tiempo que no
sentía. Tras muchos años había logrado lo que me propuse antes de zarpar:
perderme en el horizonte en forma de luz y no regresar jamás. Mi destino había
sido escrito desde mi encuentro con aquella mujer en Sierra Maestra. Me aferré
al colgante con todas mis fuerzas. A mi lado seguía el capitán, que se había
encendido el que posiblemente fuera su último cigarro.
Me sentía enormemente satisfecha. El
mero hecho de pensar que aquel mundo que se sumía lentamente en su propio
sufrimiento iba a desaparecer suponía para mí el mejor de los orgasmos. Mi
conciencia sabía que mi futuro estaba con aquella gente cuya bondad y honradez
los trasladaría al mejor de los paraísos. No más dolor ni muerte. No más
extinciones ni guerras. No más contaminación ni desastres naturales… Sólo paz y
armonía con quien realmente lo merecía. Estaba excitada. No podía esperar más…
La tormenta final se acercaba poco a poco.
El despertar de un nuevo mundo estaba al alcance de mi mano. Era capaz
de sentir cómo podía rozarlo con las yemas de mis dedos. El redoblar de los
tambores aumentaba su potencia a medida que se intensificaba la tormenta. En el
barco, la gente había empezado a quitarse la vida de las formas más rápidas. La
cubierta estaba repleta de cadáveres y las gaviotas empezaban a acercarse,
ajenas a la tormenta.
Una luz celestial en el horizonte hizo
desaparecer las figuras humanas que habían aparecido al comienzo del desastre.
Había llegado el momento. Todo desaparecía ya… Era mi momento. Miré al capitán,
le acuchillé y, acto seguido, me lancé al mar con la misma sonrisa que le había
dedicado a aquel iluso…
El agua estaba fría y me calentaba.
Nadé para sumergirme mientras el mundo se consumía bajo el océano…”
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