El alma de Annabel Lee
1849
Un romántico Allan Poe escribía, pluma en mano, sobre un papel antiguo
encontrado en sus desordenados cajones. Miraba por la ventana mientras
intentaba recordar la imagen de la mujer que lo había enamorado… Observaba las
nubes. El mar. Las olas… Nada. En su mente solo se dibujaban rostros
fantasmagóricos, difuminados en su atormentada conciencia… Poe notaba a través
de su chaqueta el latir de su corazón. A medida que la imagen de su amada se
perdía en las inmensidades de la eternidad, los latidos eran cada vez más
lentos y distanciados entre sí… Finalmente, dejó la pluma sobre el escritorio
de madera vieja y roída por el tiempo. Se recostó sobre la silla ajada, que
crujió inmediatamente, y cerró los ojos. Se colocó las manos sobre el pecho y
se durmió para siempre… En el papel había dejado escrito un poema que empezaba
así:
Hace de esto ya muchos,
muchos años,
cuando en un reino junto al mar viví,
vivía allí una virgen que os evoco
por el nombre de Annabel Lee;
y era su único sueño verse siempre
por mí adorada y adorarme a mí
cuando en un reino junto al mar viví,
vivía allí una virgen que os evoco
por el nombre de Annabel Lee;
y era su único sueño verse siempre
por mí adorada y adorarme a mí
Serendipia (2017)
Martina despertó… Estaba completamente desubicada. Lo último que
recordaba era la imagen de un pájaro abandonando su hombro. “Mi futuro está aquí”, le había dicho
antes de emprender el vuelo. Después de aquello, la oscuridad más absoluta. Se
incorporó y observó el panorama. Estaba en una cama apoyada contra una pared de
piedra. El fuerte viento golpeaba los bloques de piedra, amenazando con
derribarlos. Enfrente había un piano y, justo al lado, un desvencijado
escritorio con numerosos objetos encima. Una pluma metida en un tintero, hojas
rotas y pergaminos llenos de garabatos ilegibles, fotografías antiguas con la
imagen de varias mujeres, libros encuadernados en piel... Sobre el escritorio,
una ventana impedía que el viento penetrase del todo en la habitación. En el
otro extremo de la estancia se escuchaba el leve tic tac de un reloj junto a una chimenea en desuso desde hacía
mucho tiempo. El frío inundaba la estancia. Martina se incorporó, se abrazó a
sí misma y buscó su ropa. Llevaba un largo camisón blanco y estaba descalza.
Todavía seguía sin saber cómo había llegado allí.
Una vez calzada, anduvo hacia el escritorio. En uno de los pergaminos
estaba dibujado, nuevamente, el símbolo del pájaro cruzando un círculo envuelto
en llamas con la superficie marina en su interior. Cuando sus dedos rozaron la
superficie del pergamino comenzaron a aparecer unas letras que se fueron
transformando en palabras, en frases, en emociones, sentimientos… La carta
estaba fechada en 1849 y decía así:
“No. No soy tu mujer. Ni
siquiera el sueño que te obcecas en perseguir. Déjame en paz, por favor te lo
pido. Te rechacé la primera vez que viniste a mí. ¿Qué te hace pensar que haber
ido a mi padre iba a darte la oportunidad de convertirme en tu esposa? ¿Acaso
aquello era un contrato entre hombres en el que yo era la mercancía? ¿Acaso
crees que los ángeles y demonios del mar, tal y como tú los describías,
envidiaban tu acoso? Te empeñaste en definirlo como romántico… Y no. No es así.
¿Te he pedido que me admires? Déjame en paz, por favor te lo pido.
Jamás me convertirás en
aquello que deseas. Siempre he sido un alma libre que ha campado por los
bosques, ríos y playas de esta hermosa tierra en la que hemos tenido la fortuna
de nacer. Todavía maldigo aquel paseo en el que tuve la desdicha de cruzarme
contigo. Al principio jamás pensé que pudieses hacer lo que al final hiciste.
Te abrí mi corazón. Ideamos enormes castillos, terribles monstruos y épicas
batallas durante días. Transformamos la realidad en un mundo imaginario.
¿Recuerdas el nombre? ¿O también lo has olvidado? ¿Solo yo ocupo ahora tu
mente? Me decepcionaste… Te transformaste completamente. Y tu locura acabó con
la amistad que nos unía. Aquel lazo de amistad que tejimos entre ambos se
rompió de inmediato. Se esfumó como ceniza en el viento. Déjame en paz, por
favor te lo pido.
Aun así, tienes el descaro
de irme a visitar día tras día. Derramas lágrimas en la puerta del que ahora es
mi hogar. Cada mañana piso el mármol de la entrada y resbalo con los ríos de
lágrimas que campan a sus anchas. Tengo la entrada llena de flores sin vida. El
cielo está nublado ¿lo ves? No les da el sol… Y mueren. Así están las flores
que me dejas. Marchitas y tristes, como yo. Edgar, tu locura me llevó a la
muerte y ahora solo soy un ente que vaga sin pena ni gloria por este reino
junto al mar. Mi tumba sigue ahí, sin inmutarse, tal y donde la colocaron mis
desdichados padres. ¿Esto es amor? ¿De verdad fuiste capaz de matarme?
¿Pensaste que eso era lo mejor, no? Me quitas la vida y así tu sufrimiento
tiene sentido. El drama del romántico. Llorar por la mujer amada a la que jamás
podrá tener, a la que persigue y acosa hasta la saciedad. El puto amor
romántico y sus consecuencias… Me mataste, Edgar. Así tenías una explicación.
No estabas conmigo porque estoy muerta…”
Fdo: El alma de Annabel Lee
Martina se enjugó las lágrimas. El frío había aumentado y la
habitación se oscurecía por momentos. La ventana se abrió de repente,
permitiendo que el viento arrasase con todo a su paso. Los papeles se volaron.
La pluma se cayó y con ella el tintero, que empapó de negro el resto de hojas y
pergaminos que permanecían en la mesa. Por la chimenea comenzaron a escucharse
unas voces de mujer. Lamentos, gritos y súplicas. Eran las voces de mujeres
asesinadas “por amor”. Eran las voces de las víctimas del machismo reunidas
bajo la fuerza de Annabel Lee.
Martina se sintió embriagada de placer. Sentía que estaba íntimamente
ligada a aquellas voces. Entre Annabel y ella había más de una semejanza. Ella
también fue víctima de la violencia machista…
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