Intro: Oscuridad


18 de julio de 1936, Las Palmas de Gran Canaria

Mediodía. La cálida brisa tropical inundaba la isla de un inquietante aroma a tensión. La naturaleza, ajena al mal que asolaría España durante las próximas cuatro décadas, continuaba con su particular rutina. Las olas del mar rompían suavemente en una playa vacía de humanos, disfrutando de un breve momento de paz que, en unas horas, se vería interrumpido por las ansias de apaciguar el calor de las gentes de la isla. Era un sonido hipnotizador, relajante, capaz de sumir a la mente más inquieta en la más profunda de las calmas. De fondo, la orquesta era acompañada por el graznido de las gaviotas y otras aves marinas mientras el viento silbaba melodías de terror.

Aquella imagen paradisíaca fue interrumpida por el sonido de los motores de un avión que surcaba el cielo a gran velocidad. Dejaba tras de sí columnas de humo gris que dibujaban desesperanza, miedo e intolerancia. Las aves volaron a ocultarse en los bosques cercanos a la vez que el mar comenzó a derramar lágrimas amargas.

El Dragon Rapide, responsable de haber teñido los cientos de colores de la isla de gris, había despegado rumbo a Agadir, ciudad marroquí. A bordo iba un militar de baja estatura, voz de pito, bigote, calvo y un solo testículo. Su nombre era Francisco Franco, y aquel malnacido llevaría a vivir a España la peor guerra de su historia reciente.

Madrid

Sentí un ligero temblor en las piernas. Dejé el café que estaba tomando sentada frente al balcón de mi casa y busqué desesperadamente un viejo libro, cuya portada estaba decorada con el dibujo de un círculo envuelto en llamas, con la silueta de un ave atravesándolo y, partiendo la circunferencia en dos mitades, la superficie del mar bravío. Era el mismo símbolo que llevaba colgado al cuello desde que una indígena me lo ofreció durante mi infancia en Cuba. Allí donde ahora debía regresar…

Antes de partir, sin embargo, debía dirigirme al Museo del Prado, donde había acordado una cita con un amigo llamado Miguel. Cogí el libro y me marché, sabiendo que nunca jamás volvería a ver aquellas cuatro paredes y que, la próxima vez que pisase España, lo haría en forma de nube.

Nada sería ya como lo era antes. El rojo, el amarillo y el morado desaparecerían… ¿O no?

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