Vamos a sonreír

26 de septiembre de 1936, Academia de Infantería (Toledo)

“La historia de una pareja con lazos familiares opuestos, forzada a vivir en un presente sumido en la guerra y con la vista puesta en un futuro especialmente particular…”

Un grupo de sublevados aguardaban la llegada del general Varela y sus tropas con la esperanza de que les librasen del asedio al que las tropas republicanas les llevaban sometiendo desde hacía ya un tiempo. Unas mentes alimentadas por una propaganda de guerra que les había convencido de que el gobierno democrático elegido hacía cinco años era ilegítimo y atentaba contra los principios de la España católica y conservadora que quería construir la ideología franquista apoyada por los vientos fascistas que soplaban desde Europa. Unas personas que habían arrastrado a familiares y amigos hacia un lugar que, años más tarde, se convertiría en símbolo de la resistencia franquista contra aquellos rojos comeniños procedentes de la estepa soviética.

En medio de aquel ambiente bélico, Ramón, el hijo de un militar sublevado, miraba al horizonte deseando que aquel conflicto finalizase. Sus ideales eran totalmente contrarios a los de su padre y, durante el levantamiento y los años de guerra, había preferido mantenerse al margen. A pesar de la insistencia de su padre y la locura en la que toda su familia se sumió, Ramón optó por mantenerse fiel a sus principios que, en lo más profundo de su ser, estaban con la República. Por si fuera poco, el chico había iniciado una relación amorosa con Celia, una antigua compañera de la escuela e hija de republicanos. Cuando la pareja fue descubierta se les prohibió volver a verse y tanto Celia como Ramón llevaban un tiempo desafiando las normas que se les habían impuesto en casa.

Aquella noche, después de muchas sin hacerlo, habían acordado verse a orillas del río Tajo. Ramón esperó a que su padre se durmiese y, aprovechando la oscuridad de la noche, se dispuso a abandonar aquel recinto que olía a odio y muerte. Esquivando las miradas de los guardias, accedió al exterior de edificio y, en silencio, marchó por las calles de Toledo hacia la margen más cercana del río. Corría una agradable brisa casi primaveral, impropia de aquellas fechas pero premonitoria de lo que podría ser su última noche de felicidad. A sus 15 años, Ramón no era capaz de reprimir unos deseos que no entendían de bandos. Esperó la llegada de Celia, paciente y ansioso por poder regalarle un beso interminable.

Transcurrieron unos minutos cuando, a lo lejos, divisó la figura de una chica de baja estatura, pelo corto, moreno y tez castaña. La sonrisa de aquella chica era el único motivo por el que Ramón se acostaba contento todas las noches. La idea de un mañana en el que ambos pudiesen iniciar un proyecto de vida juntos era una pincelada de felicidad en medio de aquel cuadro de sangre, llantos y heridas sin curar. Se fundieron en un abrazo eterno. Sus manos recorrieron y exploraron cada milímetro de sus cuerpos, estudiando cada poro de la piel y disfrutando de una unión pura. Se miraron en silencio. Ambos derramaron lágrimas mezcladas con nostalgia, desesperanza, felicidad y amor. Ramón acariciaba el rostro de Celia con sus dedos mientras que ella jugueteaba con su melena rebelde. Allí, en medio de una oscuridad total, la pareja era capaz de ver más allá y de contar historias sin decir nada.

La idea de un amor furtivo y prohibido al más puro estilo shakesperiano provocaba en ellos una efusividad total. La historia de dos personas que supieron anteponer la felicidad a la ideología de sus familias y que, ante todo, fueron capaces de no subyugarse. Ellos eran protagonistas de su particular romanticismo y estaban plenamente convencidos de que nada ni nadie podría derribarlos. Cuando en las calles de Toledo sonaban disparos, Celia y Ramón se aislaban del mundo y recordaban las palabras de amor que se susurraban al oído cada vez que podían verse. Cuando el polvo inundaba el cielo de Toledo, la pareja miraba las nubes y dibujaban en sus mentes la imagen del otro dedicándole una sonrisa. Cuando se oían gritos y proclamas de guerra, se tapaban los oídos, cerraban los ojos y, en un rincón oscuro, lloraban la ausencia del otro.

Se besaron. De repente, un ruido interrumpió su oasis de paz. Un grupo de sublevados había identificado a Ramón que fue brutalmente separado de los brazos de Celia. Ella, por su parte, intentó, en vano, huir. Otros dos soldados la reconocieron como hija de uno de los republicanos situados en los alrededores del Alcázar. Intentaron gritar pidiendo auxilio aunque ambos sabían que no serían escuchados. Los soldados los trasladaron bruscamente hacia un peñón cercano, donde los amenazaron arrojarles al vacío. De fondo sonaban las tranquilas aguas del Tajo, que ya se antojaba lejano.

No lloraban. Sabían que cualquier síntoma de debilidad sería interpretado por aquellos malnacidos como una victoria sin precedentes. Apuntaban con las pistolas mientras proferían amenazas vacías. Los obligaron a dar la espalda y a poner las manos sobre la nuca. La pareja intuía que aquello sería el final de un camino demasiado breve. Con la esperanza de un futuro que no llegaría en el horizonte, Celia y Ramón se apretaron la mano. Se habían resignado a luchar más. Ambos sabían que la ideología de sus respectivas familias había hecho de aquel un amor imposible.

Y ahora, tras un disparo sordo cuyo eco se perdió en la noche toledana, ambos se buscan en su propio cielo. Buscaban la sonrisa del otro tras una última promesa susurrada por unos labios que no volverían a besarse: “Vamos a sonreír”

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