Ópera en Florencia (con Lucía Lorente)
Llegó el final del camino. El momento de hacer balance y reflexionar sobre el torbellino de sentimientos que avasallaron sin ningún pudor cada rincón de un alma maltrecha. El momento de parar, detenerse, mirar al pasado con una mezcla de rencor y anemoia y empezar a componer una pieza épica, repleta de coros, muertes y besos robados en la trastienda de algún bar escondido entre las calles de Florencia.
El sendero que hasta ese momento habíamos recorrido juntos se bifurcaba. Debíamos separarnos, soltarnos las manos y evitar girar la cabeza para observar por última vez un rostro venido de las estrellas. Aquel dorado que ondeaba con la brisa primaveral deslumbraba, pero el dolor que sentía el latir de un corazón roto podía con todo. Dejar ir, marcharme, curar la herida, perder la paciencia, observar el horizonte y divisar Florencia. Rehuir, ignorar, el cielo teñido de color del rubí, palabras convertidas en Dust in the wind…
Querer compartir la canción que me recuerda a ti y no hacerlo porque Florencia me enseñó a enterrar los recuerdos bajo los ojos de su Duomo perfecto. Querer cubrirnos con la manta a medianoche, poner una película de miedo, taparte con los dedos y querer darte un beso con sabor a despedida. La llamada perdida en el escenario, tu voz mezzosoprano, el miedo atenazando y una ópera que, sin haber nacido, ya estaba acabando.
Intentaba burlar al olvido. Quería desechar de mi mente cada
milímetro de tu piel, esa que pude rozar durante alguna noche mientras me
ahogaba en un mar de felicidad maldita. En mi interior, al igual que sucedió
antaño, se libraba una lucha entre lo correcto y lo que dictaba el corazón.
Vacilé en exceso. Las dudas desaparecían cuando, entre beso y beso, me sonreías
y me cogías del cuello pidiendo un poco más de música. Nos abrazábamos al son
de la ópera en Florencia, sabiendo que bailábamos sobre una débil cuerda que
oscilaba entre el bien y el mal, entre lo trágico y lo grandilocuente, entre
las lágrimas y las mordidas en el labio.
Jamás quise culpar al destino por lo ocurrido. Fuimos tú y yo, un
“nosotros” componiendo una canción de amor que, con el tiempo, fue diluyéndose
como la tinta en el pergamino cuando la lluvia roza las palabras. Quise abordar
la cuestión, pero el peso de tus ojos taladrando mi alma era mucho más adictivo
de lo que creí en un primer momento. Con Florencia de fondo, mandamos el
romanticismo a la mierda y nos dedicamos a hacer aquello que anhelábamos en la
soledad de nuestra compañía. Caminábamos,
despacio, buscando el acto en el que tocaba besarnos sin tener que excusar a la
razón de por qué actuábamos de esa manera. Salía natural, sin ensayar, la ópera
de la espontaneidad.
Pensaba. Miraba las letras y las borraba. La cabeza me daba
vueltas y solamente la tranquilidad de tu presencia hacía que el mundo sonase
más a una canción perfecta. Los pies en el suelo pero nuestras almas, al igual que Bob Dylan, llamaban a las puertas del cielo. Desde la distancia, todo esto duele. No soy capaz
de afrontar esta nueva normalidad y solamente tú, fiel compañera, eres capaz de
aliviar las punzadas que hay dentro de mí. Ahora somos dos. Dos personas que se
encargaron de aniquilar lo bello mientras recorrían el camino de baldosas
amarillas. Oportunidades perdidas que, después de mucho tiempo, han decidido
unirse para crear la mayor ópera en Florencia jamás escrita.
Fantasmas, miedos, el recuerdo del pasado acuchillando la espalda
con su afilado desprecio. Nos separamos. ¿Quería? No, pero debía. Y todavía
sigo sin entender dónde están aquellas palabras que nos prometimos y que
grabamos a fuego en el alma. Jamás pensé en nuestro final, me daba pánico
afrontar un escenario sin ti. Miraba a cada lado y, en efecto, dejé de reír.
Sabía a medias y había de acostumbrarme. Falté a la verdad, a aquella promesa
que me hice meses atrás, a la seguridad y me limité a dejarme llevar. Como la
ópera, mezclé grandilocuencia y tristeza hasta acabar tendido sobre el suelo,
llorando y lamentando los aplausos de un público inexistente.
Y ahora, has llegado para quedarte. Has entrado de lleno en la
habitación para romper con tu prosa y tu estilo las paredes de mi corazón.
He vuelto a llenar la habitación de crisantemos rosas.
A veces me gustaría preguntarte si recuerdas aquella tarde en el
Ponte Vecchio.
Fue dónde te confesé por vez primera que el crisantemo rosa
significa la fragilidad del amor. Y
por eso era mi flor favorita.
Me acariciaste la mejilla – tú
y tu tendencia a encariñarte con las cosas frágiles – dijiste.
Ahora pienso, que tendría que haberte contestado del mismo modo.
¿No crees?
Mantengo esta tendencia algo masoquista de levantarme muy pronto,
correr casi desnuda hasta los ventanales del cuarto y abrirlos de par en par
tratando de atrapar el primer rayo de sol. Hago el café muy caliente y me
siento con la taza en la mesita blanca que compramos juntos. Siempre tiene un
libro. El que esté leyendo en ese momento.
Y subo la música de Giacomo Puccini.
O mio babbino caro. Cierro los ojos y te pienso.
¿Tú crees que deberían enseñarnos en el colegio a transitar la
pérdida del amor?
Como asignatura obligatoria digo. Sí, como asignatura fundamental
para enfrentar la vida después. Como las matemáticas o la lengua.
Nunca te pregunté qué opinabas al respecto y me hubiese gustado.
De ti, me gustaba esa sabiduría que emanabas para las pequeñas
cosas de la vida.
De ti, me gustaba también que el día que te conocí; te conté que
la protagonista del último libro que había leído decía que para ser capaz de
mirar las estrellas alguien tendría que pasarse la noche salvándole la vida. ¿Tú
te pasarías esta noche salvándome la vida? – te mire.
Y me besaste.
Recuerdo los días de vino y rosas, como la película que solíamos
ver cuando yo tenía una de esas épocas tristes. Sin embargo tú nunca tenías
miedo y de hecho siempre me tenías. Agarrada. Enroscada en tu pecho.
Y los pappardelle al sugo di lepre con un vino carísimo en nuestra
primera cita y el susto cuando miré la cuenta.
Nunca te dije que me hizo profundamente feliz el esfuerzo que
pusiste aquel día.
Porque nunca me habían llevado a sitios así. Sé que a tu bolsillo
no le debí caer muy bien de primeras.
Tampoco te llegué a contar que me enamoré mucho más de ti cuando
te confesé que yo era más de paninis sentada en cualquier esquina de la Piazza
della signoria y entonces tú inventaste: Los
Domingos della signoria. – Una rutina que consistía en comer paninins
obligatoriamente cada domingo en la Plaza. Y daba igual si llovía. Daba igual
todo.
Porque durante una época eso fue lo que pasó. Que cualquier cosa
daba igual porque con todo hubiésemos podido, porque creíamos que tú y yo
contra el mundo era la fuerza definitiva.
El amor puede ser diabólico. En serio. Me gustaría llamarte y
poder decírtelo.
Poder chillar de angustia y dolor porque necesito tu cuerpo sobre
el mío.
Porque siento que nos han condenado al juicio final y han decidido
que olvidemos y yo no quiero olvidar y sobretodo no sé si puedo olvidar(te). Y
me da pena y me da miedo. Y tengo terror. Tengo terror de imaginar que igual tú
ya has podido hacerlo. Olvidarme.
¿Has podido?
Me gustaría que fuese lícito tener una rabieta de niña chica.
Escribirte. Impedirte hacerlo – eso de olvidar- o al menos tratar de
dificultártelo.
Sé que es egoísta.
Todavía lloro cuando pienso que igual lo fui mucho antes.
O lo fuiste tú.
Egoístas.
A lo mejor todo empezó aquel día. Tú querías subir los
cuatrocientos sesenta y tres escalones de la catedral del Duomo para ver con
una nitidez espectacular las escenas del juicio final en la cúpula.
Y yo. Yo fui incapaz.
Y peleamos. Peleamos como llevábamos haciendo ya meses.
Supongo que sobrevolaba este final sobre nuestras cabezas y no
queríamos verlo.
Pero ahí estaba.
Ojalá hubiese podido decirte que aquel día no quise subir,
Que aquél día tuve una rabieta de niña chica,
Que aquel día lloré como lloro ahora,
Que aquel día te amaba tanto como sigo amándote,
Pero que aquel día, no podía ser espectadora del juicio final tan
de cerca.
Porque aquel día, yo supe, que esas cuatrocientas sesenta y tres
escaleras eran una metáfora de nosotros.
Cerraba los ojos… Se acabó. Rugía el teatro, se derrumbó. Había llegado el 2021. Quedaba el dolor. El dolor era el acto final.
Cayó el telón.
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