Pequeña Carolina
Antes de empezar me gustaría aclarar que este capítulo no debería estar
incluido, al menos por ahora. Sin embargo, me parece un insulto no dedicarle lo
mínimo que se le podría dedicar. Los golpes a los que la vida nos somete son inescrutables,
imprevisibles… Son, hablando mal y pronto, una putada.
Hace
tiempo se publicó en este mismo blog una entrada dedicada a todas aquellas
personas que se vieron y se ven sometidas al yugo de una enfermedad que no
merece ser nombrada, que se convierte en compañera de viaje Sin pedir permiso. Hay momentos para los
que crees estar preparado, cubierto por una armadura forjada a base de besos,
caricias, abrazos y lágrimas, armado con la espada del amor, la alegría y la
felicidad y entrenado a base de ostias que azotan el alma como si de un látigo
se tratase. A pesar de ello, cuando ese momento llega, el mazazo que te produce
es capaz de atravesar hasta la más fuerte armadura y llegar sin pena ni
tristeza a lo más profundo del corazón. Qué pena da ver cómo la piel pierde
brillo, cómo los ojos antes abiertos y sonrientes se inundan de lágrimas
amargas, cómo la sonrisa antes dibujada desde el amanecer hasta el anochecer se
va emborronando poco a poco hasta quedar en sólo una sombra de lo que fue… Dormir
para dejar de llorar, marcharse para encontrar un nuevo hogar, volar para
convertirse en eternidad dejando atrás un halo lleno de luz y esperanza para
aquellos que la ven irse por todo lo alto hacia lo alto.
Puedes
hacer la maleta e irte, puedes irte y volver a disfrutar de ese “café con dos
azucarillos”, puedes irte no sin antes prometernos que nos volveremos a ver,
puedes irte siempre y cuando nos asegures que nos cruzaremos una vez más
mientras paseamos por la calle, puedes irte, sí, pero antes de ello vuelve a
decirme “¿Qué tal estás guapo? ¡Qué bien te veo!”, puedes, claro que puedes,
eres libre de hacerlo después de tu incansable lucha, tus ganas por aferrarte a
la vida y no darte por vencida, tu constancia y tu tesón. Claro que puedes
Carol… ¡Ah! Una última cosa, cuando te vayas, no cierres la puerta, no queremos
perderte la pista.
Por eso, desde este humilde corazón,
quiero dedicarte la más bella de las sonrisas porque, ciertamente, he crecido
viéndote al igual que tú me has visto crecer, al igual que mis tías y mi madre
han crecido física y personalmente contigo.
Te deseamos el mejor de los
viajes, miraremos al cielo y nos volveremos a ver.
“Se despidieron y en el adiós ya estaba la bienvenida”
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