Volverte a ver
Nevaba. A través de la ventana podía verse cómo dos chavales jugaban con los nuevos regalos que les había traído Papá Noel. Al fondo del salón, enfrente del sofá, crepitaba un fuego que, unido al calor que sólo produce el amor de una familia, proporcionaba a la estancia un ambiente que sólo se encuentra en los más felices sueños. Uno de los chicos tenía diez años, el otro, cinco. Ambos reían mientras sus padres se deleitaban con todas y cada una de las carcajadas de sus hijos. Eran esos momentos los que les hacían evadirse de la realidad, mirar a sus niños a los ojos y ver a través de su mirada inocente un mundo lleno de luz y color donde nada de lo que ocurre es malo, donde la alegría, la amistad y el amor son el menú de cada día, donde no existía el dolor, donde no habitaba la pena… en definitiva, la infancia.
En un hospital, unos enfermeros corrían mientras empujaban una camilla que llevaban directamente a quirófano. Un niño de cinco años había sido ingresado de gravedad. Se le había detectado una enfermedad que podía acabar con su vida, que podía acabar con los sueños de ese niño en mero polvo, en débiles nubes que se dispersan al más mínimo soplo de viento. Pero él era fuerte. Le gustaba Spiderman y quería ser como él. Quería ser el superhéroe amado por toda la ciudad, quería salvar a aquel que se encontrase en apuros, quería proteger al débil del que abusaba, como aquella vez que un gato estaba persiguiendo a un ratón enfrente de su puerta y, con mucha rapidez, excavó un pequeño agujero en la tierra para que el ratón se metiera y estar así a salvo del gato. A este, le cogió en brazos y le adoptó. Le llamó Duende Verde. Con el paso de los días el gato se comportaba cada vez mejor y ocasionaba menos problemas.
El fuego ya no daba calor, ni iluminaba… El salón se había quedado vacío. Ya no había tantos regalos debajo del árbol el día de Navidad, los padres ya no volvieron a ser los mismos. El destino les había arrebatado su pequeño tesoro, aquel que sólo habían podido disfrutar cinco años. En aquella casa, las Navidades ya no se celebraban pues nunca habían recibido un peor regalo que el de la pérdida de un ser querido. Les dolía vivir sin él, les dolería siempre estar sin él, necesitaban su olor, su calor, su amor, sus risas, sus llantos, sus abrazos, le necesitaban con ellos.
Guillermo dormía en el regazo de su madre, quien, a su vez, tenía la cabeza apoyada en el hombro del padre. Duende Verde ronroneaba mientras observaba melancólico la escena. Ahí faltaba alguien. Cuando él llegó a la casa había cuatro personas. ¿Dónde estaba el pequeño, el que le cogió en brazos y le llevó directamente a la cocina a que se deleitase con un gran banquete de sardinas? De repente maulló. Por la ventana podía ver cómo el chiquillo que había salvado la vida al ratón se acercaba lentamente a la ventana empañada y sonreía. El chiquillo alzó el dedo y dibujó en la ventana un corazón, dentro del cual escribió: Guillermo, despierta, nos volveremos a ver.
Y Guillermo despertó. A su lado seguía la señorita de Blanco, sonriéndole, como siempre. Sin embargo, esta vez ya no iban a ningún lado. Al igual que el chiquillo, la señorita de Blanco le instó a que se despertara.
_ Guillermo, tu hermano te ha dicho que despiertes… Despiértate y vuelve a vivir. Me ha prometido que os volveréis a ver. Despierta Guillermo… despierta…_ la voz fue convirtiéndose en un susurro lejano hasta perderse en la inmensidad de la oscuridad.
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