En un lugar sobre el arcoíris
El milagro es para San Agustín “una cosa ardua, desacostumbrada, que
está más alta que la esperanza y la capacidad de la que admira”. Para Santo Tomás “milagro toma el nombre en
la admiración, y que esto es, porque el efecto es claro y la causa oscura”.
Calle Mayor, Sol (Madrid), 2016
Cuando
milagros y brujería se mezclan en el caldero de la superstición y son
aderezados con un toque de incredulidad, hechicería, dogmas y, probablemente el
ingrediente indispensable, la fe, obtenemos un brebaje que gusta a unos y
desagrada a otros. Allí, en la despensa que nuestra mente tiene reservada a
este tipo de conjuros tuvo lugar el nacimiento de un nueva forma de vida que,
en poco tiempo, se acabaría convirtiendo en un ser indispensable en el día a
día de cualquier romántico.
Estaba amaneciendo. En la calle
solamente quedaban las últimas gotas de rocío que se negaban a irse de las
macetas que había en los balcones además de algún que otro borracho con una
cerveza en una mano y un cigarro en la otra. Una persona solitaria cruzaba la
calle a toda prisa. Tenía que llegar a la Plaza Mayor cuanto antes. Su
vestimenta, típica de la Edad Media, despertaba la curiosidad de los que tenían
la mente entre lúcida y apagada debido al exceso de copas en los garitos
cercanos. Si supieran lo que llevaba aquella misteriosa persona…
El
sol ya estaba a punto de desperezarse y los primeros rayos de luz asomaban
entre las escasas nubes que había en el cielo. La misteriosa persona, que
llevaba consigo una caja de música, tenía que llegar a la Plaza Mayor antes de
que el sol se afianzase por completo en lo azul. Aligeró el paso mientras
ignoraba los comentarios, o intento de comentarios obscenos que salían de los
labios de los últimos supervivientes. Los años huyendo de la Inquisición le
habían ayudado a desarrollar una velocidad que estaba al alcance de muy pocos.
El
tiempo se consumía rápidamente. Cuando ya estaba cruzando una de las puertas,
al sol le quedaban pocos minutos para terminar de aparecer. La misión que tenía
era de extremada urgencia. La Inquisición la había acusado de brujería porque,
decían, había creado la melodía perfecta y no avisó a las instituciones
eclesiásticas de que, tras años de búsqueda, por fin lo habían logrado. En la
caja que llevaba entre sus ropas estaban escondidas las notas perfectas,
aquellas que harían que el mundo se durmiese bajo un manto de violines,
flautas, pianos y contrabajos.
Estaba
llegando a la estatua de Felipe III. Disponía tan sólo de unos segundos para
llevar a cabo su misión. El sol, al iluminar la estatua, le señalaría el lugar
exacto en el que tenía que colocar la caja. La misteriosa persona observó
impaciente. Cuando las nubes se apartaron, los rayos de luz incidieron
directamente sobre la cabeza de Felipe III y fue entonces cuando supo dónde
tenía que colocar la caja. En la sombra que la cabeza daría en el suelo de la
plaza. Con las manos temblorosas, dejó la caja en el suelo e inmediatamente
ésta se abrió. De ella emanaron las primeras notas y, posteriormente, un
arcoíris que se perdió en la lejanía del cielo madrileño.
Ahí estaba el milagro, y ella estaba
siendo testigo de cómo se obraba. Música y cielo se habían unido para engendrar
la nueva forma de vida más pura que el mundo había conocido. El arcoíris.
Nota: la introducción de esta historia es un extracto del libro El
Madrid Fantástico del periodista Ángel
del Río.
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