Insomnia

Hay ciudades repartidas por todos los rincones de este maravilloso planeta al que llamamos La Tierra (“hogar” para los más nostálgicos). Muchas de ellas invitan a la imaginación, a sumergirnos en océanos de historias interminables, de historias que acaban antes de lo esperado, de historias que nos iluminan y nos hacen creer que pueden existir mundos escondidos donde el tiempo es ilusión, donde sus habitantes no conciben la idea de “dolor” y tienen por bandera la magia en vida… Hay ciudades.

Calle San Andrés, Malasaña (Madrid), 2016

Eran las cuatro y media de la mañana cuando un grupo de cinco amigos salía de un pub irlandés que la tía de uno de ellos les había recomendado. El alcohol había hecho estragos entre las neuronas que les quedaban después de haberle dedicado más de tres meses seguidos a sus respectivos estudios. Uno de ellos, Diego, el más pequeño, acababa de cumplir los 18 y sus amigos habían decidido dedicarle la noche que se merecía. Hasta la semana anterior Diego estuvo viviendo en un pueblo remoto perdido en las entrañas de la Cordillera Cantábrica. Allí, él era feliz, pero la muerte había decidido que la novia de Diego no iba a volver a casa una noche cualquiera. La había cogido de la mano y, juntas, se fueron más allá. Ninguna volvería a ver el amanecer.

Para huir de todo, Diego decidió trasladarse a Madrid, a casa de su abuela. Su débil corazón no era capaz de asimilar aquello, sus ojos no podían soportar ver los lugares en los que antes había estado con ella. El prado, el estanque, el banco en frente del bar… Allí se reían, se besaban, se abrazaban, se amaban… Haciendo acopio de fuerza, intentó más de una vez superarlo quedándose toda una tarde solo pero pronto se derrumbaba de nuevo. Las lágrimas aparecían en escena más amargas que nunca, como si su mera presencia pudiera devolverle a su novia. Cerraba los ojos e imploraba que todo aquello fuese un sueño, pero no, no lo era. 

Sumergido en su personal fantasía, Diego no se había fijado en que le había perdido el rastro a sus amigos. Buscaba y buscaba por las calles aledañas sin lograr encontrarles. Andando como podía y dando tumbos, el chico acabó en un curioso local de la calle Fuencarral. La puerta estaba pintada de negro y el marco, de color rojo como la sangre, reflejaba una especie de botella en sus embriagados ojos. El vestíbulo por el que se accedía al local era pequeño, diminuto y la gente transcurría por la calle sin percatarse de que ahí había un bar, entre una tienda de souvenirs y un 24 horas de chinos. Era su primera noche en Madrid y no conocía nada. Maldijo a sus amigos, se maldijo a sí mismo y se acercó a la entrada del local a vomitar. 

De repente, una misteriosa figura surgió de entre la nada y se le acercó. Diego levantó la mirada y observó a aquel extraño personaje. Éste apenas se fijó en lo que Diego estaba haciendo y, haciendo caso omiso, hizo un aspaviento con el brazo y dibujó una frase en medio de una neblina que acababa de aparecer.

“Salve Insomnia”

Luego, todo se oscureció.

Iglesia del Vaticano, Ciudad del Vaticano (2005)

El Papa Juan Pablo II estaba enfermo. Sentía que su alma cristiana y su cuerpo ya no eran uno, se separaban poco a poco. Se encontraba totalmente solo en la habitación y su cuerpo ya no respondía a ningún estímulo. Sólo su lúcida mente había rectificado en el último momento y se había aventurado a imaginar su propia vida si no se la hubiese dedicado total y enteramente a un ser que ahora le estaba fallando. Allí, recostado en su cama, a punto de expirar el último aliento, su Dios le había abandonado a su suerte. 

Reuniendo las últimas fuerzas que su desfallecido cuerpo fue capaz de juntar, el Papa se incorporó y abrió uno de los cajones de su escritorio. Cogió un trozo de pergamino y, sujetando una pluma entre sus delgados dedos, escribió con letra pulcra y clara:

“Salve Insomnia”

Tras esto, su mente se apagó, su cuerpo cayó al suelo y el silencio se apoderó de la estancia.

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