Quisiera saber (El día que Madrid tembló, Parte II)

“Y que el Dios de la guerra se convierta en barro y que se vaya a la mierda” (José Andrea)

Estación de Atocha, Madrid, 2016

Doce años…

Una madre suspiró antes de echarse a llorar mientras observaba con detenimiento el monumento en homenaje a las víctimas del 11-M. Habían pasado doce años desde que el destino había decidido llevarse a su hijo en aquel tren. Se incorporó después de dejar la rosa que durante doce años había estado depositando justo debajo del nombre de su hijo y fue a sentarse a un banco cercano. Sacó un papel y un bolígrafo de su bolso y comenzó a escribir.

Quisiera saber el qué. Quisiera saber quién. Quisiera saber cómo. Quisiera saber cuándo. Quisiera saber dónde. Quisiera saber por qué… ¿Por qué la política de la mentira tuvo que arrebatarme a mi hijo? ¿Dónde se decidió que había que inmiscuirse en una guerra que no era competencia nuestra? ¿Cuándo el bolígrafo dejó derramar su tinta sobre un papel con sabor a acuerdo para que la mano de nuestro presidente diera su visto bueno a la guerra? ¿Dónde se firmó aquel acuerdo? ¿Quién lo firmo? Lo sé, a pesar de que él se empeñase en que la opinión pública no supiese nada acerca de la verdad. ¿Qué se firmó? El terror, el dolor, el caos, la confusión, la muerte…”

La mujer metió la carta en un sobre y escribió la dirección a la que quería remitirla. “A la vivienda de J.M.A.”. Ella sabía que llegaría. Algo en su interior le infundía la esperanza suficiente como para poder seguir creyendo en que el destino sitúa a cada persona en el lugar que le corresponde. Aquella persona le había arrebatado de por vida los besos, los abrazos, las sonrisas, los llantos y las visitas de su hijo. La mujer lloró desconsolada. El gentío no parecía darse cuenta de que allí había una persona haciendo una de las cosas que más puede herir el alma de alguien… Recordar. Sin embargo, un chico joven se percató de la presencia de la mujer y se acercó a ella.

_ Tome. Encontré esto escondido entre unos matorrales_ el chico le dio otro papel en el que había unas líneas que explicaban que, ante este tipo de situaciones, lo que debe prevalecer por encima de todo es la unidad.

La mujer leyó.

Aquel jueves, 11 de marzo de 2004, yo era muy pequeño y no era consciente de lo que realmente había ocurrido. Recuerdo que todas las mañanas al levantarme, mi madre me ponía los dibujos y yo reía. Sin embargo, aquel día, mi madre no hizo lo de todas las mañanas. Se la veía angustiada, preocupada y llamaba a mi familia al tiempo que ella las recibía. No había pasado nada pero sí había sucedido algo, algo grave. Poco a poco fui comprendiendo que en varias estaciones de tren de Madrid, que entonces a mí me parecían lejanas, había ocurrido algo que cubrió a Madrid y a toda España bajo un manto de oscuridad, terror y angustia.

Han pasado doce años y es ahora cuando realmente soy consciente de lo que pasó aquel día. Lágrimas amargas, llantos, sonrisas perdidas en la eternidad, personas que jamás podrán besar otra vez a los seres queridos que allí perdieron, en el instante en el que Madrid tembló. Aquel día amaneció nublado y todavía hoy para muchas personas sigue haciendo ese mismo tiempo pues se les ha ido el sol, han perdido su luz, que parece haberse escondido en algún lugar al que no sabemos llegar.

Han pasado doce años y la unidad es lo que debe prevalecer, aparcar las diferencias y unirse en una sola voz, fundirse en una sola mano, en un solo cuerpo que abrace a todos los que no están y a sus familiares, porque son ellos los que realmente nos pueden contar cómo se sienten, qué les preocupa y qué quieren hacer. Ahora mismo, y todos los días después de ese fatídico 11 de marzo, son la voz que grita contra el terror y aboga por la justicia, la esperanza y la felicidad, valores que nunca los han abandonado y que nunca lo harán. Han pasado doce años y el mundo parece que sonríe un poco menos, sin embargo, nunca dejarán de hacerlo, empezando por ellos, la voz, nuestra voz, nuestro grito, su rabia, su fuerza…

Siguió llorando y ya ningún clínex era capaz de ocultar la pena que le recorría el interior del cuerpo.

“Cada mañana rechazo el directo y elijo este tren…” (La Oreja de Van Gogh)

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