La octava maravilla

“El amor no tiene cura, pero es la cura para todos los males”. (Leonard Cohen)

Plaza España (Madrid), 2016

_ Para ella, nuestra historia siempre fue principio y fin, una especie de diario cuyas páginas se tragaban las palabras que ella misma escribía. Para ella, el amor era el único vínculo existente entre personas, entre personas y naturaleza, entre personas y animales… Para ella, el amor lo era todo. Cuando lloraba, inmediatamente sonreía, y en la comisura de sus labios se mezclaban un dulce sabor a sal con la humedad de su boca. Te juro, Diego, que jamás he probado sabor tan auténtico.

Diego escuchaba atentamente mientras paseaban por la Plaza de España, uno de los centros neurálgicos de Madrid. Al pasar por allí, Diego recordó una historia que solía contarle un amigo suyo. “Plaza España era la única que veía cómo cada miércoles, un chico salía corriendo de clase para coger el metro y esperar a quien fue, y todavía era, uno de los pilares fundamentales en su vida.

La sombra del Edificio España ocultaba todos los miércoles bajo su tenue oscuridad una tormenta llena de emociones. A su lado, la estatua de Don Quijote y Sancho observaba con detenimiento las primeras sonrisas dibujadas tras un efusivo saludo. Plaza España observaba la sonrisa traviesa de la chica a la vez que vigilaba el corazón del joven enamorado”. Mientras tanto, Andrea seguía hablando.

_ Diego, el amor… Esa droga tan adictiva, tan fácil de caer en ella y tan difícil de abandonar… El amor. ¿Tú has estado enamorado?_ Diego emitió un leve sollozo y respondió.

_ Sí. Y todavía lo estoy, aunque ella ya no esté aquí.

No hizo falta decir nada más. Andrea rodeo por el hombro a Diego en señal de afecto mientras le palmeaba cariñosamente.

_ Escúchame. Nunca, nunca la olvides_ insistió mientras le señalaba con el dedo índice. Diego ni siquiera asintió. Era obvio que no iba a hacerlo._ El olvido debería ser un objetivo para borrar las cosas que sobran en nuestra memoria. El problema viene cuando ese filtro de olvido se ensancha y se cuelan personas que no deberían.

Andrea hablaba como un auténtico romántico. Encumbraba el amor como si fuese la octava maravilla del mundo. Y la verdad era que razón no le faltaba. Esa inundación de optimismo cuando una persona se sabe correspondida, su risa, su llanto, su olor, sus palabras… Todo. Todo ello formaba una especie de Torre Eiffel que se elevaba hacia el cielo en busca de una nube que pudiese servir de colchón, un paracaídas que te protegiese de ti mismo…

Diego y Andrea habían encajado a la perfección. Ambos tenían un pasado turbulento. Ambos habían perdido a la persona amada. Ambos se encontraban allí, en pleno centro de Madrid, adiestrados por La Bruja, con la misión de proteger a todo aquel y aquella que fuese natural. Estaba claro que se trataba de una misión complicada, pero poco a poco iba aprendiendo. Sin duda, el amor era uno de esos elementos dignos de guardar en la caja, junto a otros elementos de la naturaleza…

Mi octava maravilla.

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