Llévame a La Luna


Una estrella fugaz atravesó el manto oscuro con el que la noche cubría mi cabeza. Y allí, con dolor de cuello de tanto inclinarme hacia arriba, mis ojos brillaron durante unos segundos, mi alma pidió un deseo y la piel decidió erizarse. Me abroché la chaqueta y seguí observando el cielo estrellado. Me encontraba en medio del campo, sentado sobre una piedra, en esa parcela de intimidad en la que toda persona reflexiona, recapacita y piensa sobre su propio ser. Me acurruqué aún más en mí mismo pues una suave y fresca brisa nocturna había decidido hacer acto de presencia. Al frente, la luz de la Luna dibujaba el contorno de la montaña, delimitando perfectamente el horizonte con una puntada casi perfecta. Las casas del pueblo, situado un poco unos kilómetros más abajo de donde yo había fundado mi propio reino de paz y armonía, me daban calor. En una de ellas, una persona estaba observando el mismo cielo que yo desde la ventana de su habitación, ajena al ajetreo que su familia estaba montando en la planta de abajo.

Más allá del bosque, donde se perdía la sinuosa carretera, la imaginación de aquella persona volaba montada en una nube rumbo a la Luna. Corría y huía del encorsetamiento del día a día, de lo anodino de la rutina, de su propio pasado de ansiedad y estrés. Era verano y la cabeza la tenía en otro lugar. Música, amigos y amigas, noches interminables y conversaciones hasta altas horas de la madrugada. Pero mis ojos sólo podían fijarse en aquel resplandor blanco que destellaba tras la armadura de pinos de la ladera de la montaña. Miraba ansioso hacia las casas del pueblo, esperaba una nueva señal que me indicara que todo estaba listo. De nuevo, mi mirada se centraba en el apacible y enigmático resplandor blanco. Ni siquiera la oscuridad de la noche era capaz de apaciguar la fuerza de su brillo eterno, aquel que ha iluminado y esperanzado la vida del ser humano durante miles de años.

Otra estrella fugaz… Y esta vez, su rastro dibujó entre las estrellas la silueta de un corazón. Otra estrella fugaz hizo una réplica perfecta de un libro semiabierto; otra estrella, unos cascos para escuchar música; otra estrella, el sendero de un parque… Y así fue como comenzó la lluvia de estrellas. La señal. Aquella noche estaba destinada a ser mágica. El resplandor fue incrementando su luz y, poco a poco, un contorno de un blanco sepulcral se dejaba ver. Una circunferencia perfecta. Un círculo eterno. Nuestro círculo eterno. Un astro testigo de relatos e historias. Ya llegaba… Y entonces, cuando volvió a nacer y se asentó tras la falda de la montaña, sentí que era yo otra vez. Por la carretera vislumbré los faros de un coche. “¡Tal y como habíamos quedado!”, pensé. El coche paró justo debajo de donde yo estaba sentado y de él emergió una enigmática figura. Corrió hacia mí, me tendió su mano y, al fin, pude pedírselo: “Por favor, llévame a La Luna”.

Comentarios

Entradas populares