Mi refugio
“Para mí, el mayor placer de la escritura no es el tema que se trate, sino la música que hacen las palabras” (Truman Capote)
“Sólo al soñar tenemos libertad, siempre fue así y siempre así será” (El Club de los Poetas Muertos, 1989)
Y ahora necesito estar bebido para soñar, para escuchar esa música que desprende la imaginación durante una tarde nublada. No pretendo aparentar ser esa típica mente atormentada que ha de estar drogada para escribir.
Sin embargo, ha sido así. Ansiaba el silencio de mi habitación, la
cerveza en una mano, el cenicero al otro lado y el latir intenso de mi corazón.
Dibujaba tu rostro, pensaba, rompía el papel y volvía a empezar. No me gusta.
Estas palabras no describen bien el fulgor que desprende tu mirada. Tu recuerdo
me acorrala. Miro por la ventana y reflexiono lentamente en si mis actos son
correctos o no.
A menudo he querido recurrir a ti, a las fotos que no abrazan o a
las páginas de un libro con olor a estantería vieja. Procuro recordar los
momentos en los que la calle era sólo un lugar al que salir y no una jaula de
la que huir. Utilizo las metáforas para evitar admitir que no puedo dejar de
pensar en ti. Paseo solo por las noches, con la música al máximo volviendo a
casa y ordenando en mi cabeza palabras que, finalmente, se quedan en nada.
Canturreo una prosa que no rima, perdiendo su esencia y su valor… Otra vez me
falta tu esencia o, quién sabe, quizá tu amor.
Vuelvo a pensar que me has abandonado y que, otra vez, la mente se
atora, que he perdido la rapidez con la que creaba en tiempos pasados. Repito
las palabras con la esperanza de encontrarles un sentido que, una vez leído, no
se pierda en un mar de olvido. Reviso los escritos de antaño y compruebo que
sólo un malestar general era el que me obligaba a crear. Crece en mí una
extraña pero consoladora sensación de que solamente la tristeza inspiraba una
cabeza repleta de imaginación.
Luces y sombras. Títulos modificados, tachones, palabras mal
escritas y frases que borro por temor a deshacerme en demasiados elogios. Leo y
me convenzo de que es mejor seguir y no revisar para poder terminar. Me gusta.
Por una vez, creo estar satisfecho con lo que he hecho. Me reclino en la silla,
respiro profundamente mientras abro otra lata de inspiración y dejo que mis
dedos fluyan a través del teclado del ordenador.
“Si es mala, la odiaría porque
odio la mala escritura. Si es buena me daría envidia y la odiaré más, créeme,
no quieres la opinión de otro escritor” (Medianoche en París, 2011)
Pero yo no sé juzgar. El problema, quizás, es ese exceso de empatía
con personas que apenas conozco y a las que, bajo ningún concepto, quiero
herir. Entonces, ¿por qué no soy así conmigo mismo? ¿Acaso sucede que no soy
capaz de encajar una crítica dirigida a mi propio yo?
Por ello procuro escuchar, pensar y analizar que antes de empezar a
redactar, lo mejor sería aceptar que he de sentirme contento y feliz con lo que
hago. No es nada personal, solamente me gustaría pensar que en un futuro
cercano podré ordenar un estado emocional demasiado maltratado por la
inseguridad. Comportarme como un juglar, contar la historia, esperar el aplauso
del público y poner rumbo hacia la siguiente actuación. Sí, esa puede ser una
salida que compense. Dibujar sonrisas en el lector, tatuarme la inspiración y
seguir caminando bajo un cielo estrellado sin mirar lo que dejo atrás.
Voy construyendo poco a poco un refugio en el que iré guardando las
anécdotas y vivencias de un año jodidamente complicado. A medida que se acerca
este final, voy auto convenciéndome de que, sin llegar a ser bueno, el texto
satisface notablemente las ansias que tenía de regresar a ti. No es una locura
pensar que, en numerosas ocasiones, necesitamos acompañarnos de seres
abstractos capaces de llenar el alma de besos y abrazos con los que curar las
heridas del día a día.
Por fin he podido darme cuenta de ello. A veces las historias mejor
contadas no son las escritas en otra época, protagonizadas por terceras
personas y situadas en escenarios ajenos. A veces, ese protagonista amenazado
por la incertidumbre y la ansiedad puede ser uno mismo, aquel que sale al
portal de su casa y siente que la brisa primaveral no le calma, sino que le
obliga a andar más y más deprisa intentando escapar de su propio cuerpo.
El refugio está, una vez más, en la desinhibición que produce el alcohol de unas cervezas bien tiradas, un paquete de tabaco a medio terminar y la compañía de una casualidad hermosa… La escritura orquestada.
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