Rumbo a ningún lugar

Los cuchillos comenzaban a acribillarme por dentro. En mi interior se sucedían una serie de batallas en las que ningún bando era el bueno y siempre ganaba el malo. Se inició así una guerra de emociones que combatían por ver quién era la que más daño me hacía. Me encerré en un cajón repleto de malas vibraciones y fui incapaz de lidiar con ello. Me maltrataba por dentro…

Aquel pensamiento me aterraba y, a la vez, me gustaba. Derramaba lágrimas que no surcaban mi rostro, sino que fueron inundando poco a poco un corazón que, sin apenas darse cuenta, fue haciéndose cada vez más pequeño.

Reprimía el llanto y lo escondía tras una sonrisa de mentira. Enero fueron 19 días y 500 noches como cantaba Sabina, las uvas de la ira y un trabajo que no daba dinero y quitaba tiempo y vida. Abandoné mucho para no ganar nada. Miraba las redes sociales como si aquello fuese a hacerme compañía, construyendo una burbuja peligrosamente potente. Facebook, Instagram, follow for follow… ¿Y al final? Joder, loco, como Johnny Depp en Sleepy Hollow.

Pretendía llenar de oxígeno unos pulmones vacíos, los míos, que se desinflaban a medida que avanzaba mi paranoia. Nada me calmaba. Necesitaba acción, tener la mente ocupada y huir de un sitio a otro como en la canción de Nómadas. Estaba nervioso y no quise darme cuenta de que algo fallaba.

Erigí a mi alrededor un muro de Berlín. Me coloqué una armadura sin apenas fisuras, salvo aquellas a través de las cuáles podía herir mi propia alma. Acepté y me resigné a una rutina maldita que me quitaba la soledad y apenas aportaba felicidad. Fue el inicio de algo nuevo para mí, una relación tóxica, un conflicto continuo, una auténtica Guerra Fría que me quería destruir.

Los días se hacían cortos y las noches eternas. Y, sin embargo, era durante las horas de insomnio o las madrugadas que alargaba cuando encontraba un pequeño nicho de paz, lejos del ruido, aislado del mundo pero no de mí mismo. Había comenzado a caminar, lenta pero inexorablemente, hacia un túnel demasiado extenso en el que la familia y los amigos se transformaron en oscuridad. Ansiedad, hormigueos y una cada vez más necesaria dependencia de terceros que calmaran mi sed de dormir. De repente, yo era el protagonista de mi propia película, Mark Renton en un Trainspotting adulterado sin tanta droga pero con miedo a lo que estaba por venir.

Estaba en la rampa de salida, un cañón que fue atenazando poco a poco mis músculos, la cabeza y el corazón. El horizonte era incierto en febrero y, de lejos, llegaban noticias de un agente que jodió nuestro estilo de vida para siempre. Y yo, apesadumbrado por lo que empezaba a extrañar, apenas me percaté de que había puesto rumbo a ningún lugar…

El futuro era incierto, absolutamente, y había muchos obstáculos, giros y vueltas por venir, pero siempre y cuando me mantuviese en movimiento hacia adelante, un pie delante del otro, las voces del miedo y la vergüenza, los mensajes de aquellos que me querían hacer creer que yo no era lo suficientemente bueno, serían calmadas” (En busca de la felicidad, 2006) 

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