Una vida de mentira

Dicen que es peor aquello que la mente imagina que lo que realmente acaba ocurriendo. Construyes distintos escenarios en los que todo sucede y nada acaba pasando, quieres tenerlo bajo control, te golpeas la cabeza jurando que, en caso de no lograrlo, tu vida se convertirá en un mar repleto de incertidumbres que marcharán junto al viento en la más intempestiva de las tormentas. Y así, sin apenas percatarte, acabas sumido en una espiral de emociones inocuas que exceden incluso a tu propio control.

Las lunas de abril eran cada vez más intensas. Sus tenues haces de luz plateada iluminaban los rincones de una habitación sombría que anhelaba tu compañía. Sin embargo, mientras yo observaba aquel espectáculo de la naturaleza, la maldición que me acechaba recorría lenta pero inexorablemente cada milímetro de mi espalda. Intentaba burlar a la realidad, esquivar sus balas mientras me convencía de que aquello era solamente un mal día. Hipotequé mi sonrisa a cambio de unos cuantos comentarios bonitos en las redes sociales, fingía que todo iba bien y contaba anécdotas carentes de sentimientos en busca de la aceptación de terceros. De repente, el universo se cernió sobre mí, obligándome a llorar en una orilla repleta de recuerdos de un pasado diferente.

Sudaba. Tenía frío y la temperatura no dejaba de subir. Ya no había días, sólo horas, mañanas, tardes y noches. La rutina hizo mella en mí y ni siquiera el cine, los libros, la música o Netflix eran capaces de saciar mi sed. De repente, todo sabía a sal. En mi interior había nacido una voz que me insistía en continuar, no rendirme y remar, pero la marea emocional me alejaba cada vez más del puerto en el que deseaba atracar. De repente, cuando la playa fue engullida por el mar, perdí de vista la ventana a través de la cual podía ver mundo. Nuestro mundo…

“La vida siempre es dura, ¿o solo cuando eres niño?... La vida siempre es dura.” (El Profesional (León), 1994)

¿La vida? Sí, la vida. Amigos, familiares, compañeros… Pido perdón, como dice la canción, “por no ser mejor que nadie”. Allí donde el corazón decide engullir por completo a su némesis, la razón, aparecen desajustes emocionales que acaban por destruir tu autoestima. Allí donde tus decisiones acaban colapsando de lleno contra todo lo que te rodea, se produce un cataclismo de consecuencias inciertas que acaban por teñir de negro el futuro. Allí donde optas por cerrar los ojos, bajar las persianas de tu corazón y aislarte del mundo, la burbuja que tú mismo te has tatuado en la conciencia acaba por explotar, anegando con llantos y arrepentimientos el diario personal.

Apatía, inseguridades, lamentos y soledad… Actores que jamás habían aparecido en la película de mis días. Quería evitarlos, huía de ellos sin darme cuenta de que habían arraigado en lo más profundo de mi ser. A lo lejos, muy a lo lejos, se atisbaba un rayo que, iluso de mí, continuó quemando el bosque que me protegía. Todavía, a día de hoy, a pesar de estar intentándolo en este preciso momento, sigo sin encontrar las palabras que definan con exactitud el vértigo que sentí hace apenas un año. Todo se derrumbaba. El gigante de pies de barro se agrietaba, llevándose consigo las ganas de crear, sonreír y disfrutar junto a los míos… Nada funcionaba. Había colapsado.

Cada cigarro era un disparo al corazón. Exhalaba el humo lentamente, intentando encontrar en su densidad alguna silueta que pudiese consolarme. Rebusqué en el cajón de mis recuerdos queriendo encontrar escenarios pasados en los que la desidia y el malestar habían invadido mi cuerpo. Aquello era muy diferente. Parecía difícil pero, a pesar de todo, acabé por enfrentarme a mi propio yo, a ese falso amigo que hizo uso de la ansiedad y los miedos para martirizarme hasta la saciedad. En aquella batalla que tenía que librar conmigo, debía ganar el bueno si no quería que mi vida se convirtiese en aquello que más temo, una vida de mentira… 

La vida no es más que un interminable ensayo, de una obra que jamás se va a estrenar” (Amélie, 2001)

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