22 balas

Lo primero que tengo que escribir, obligatoriamente, es un agradecimiento. Gracias por pensar en mí.

Lo segundo, no sé si seré capaz de ajustarme a la temática o al concepto de 22 balas, pero allá va. Está es mi concepción de la cuarentena. Esto es lo que me ha provocado.

2019. Escritor de vista borrosa.

2021. Escritor de pulso firme.

Sinceramente, la cuarentena me ha salvado la vida.

El otro día paseé por los callejones de tu blog. Como te dije, uno de los post que más me gustó fue en el que hablabas de la inspiración que te brindaban unas cervezas. Bueno, sería injusto señalar un solo artículo, que no Articuno, pájaro legendario de Pokémon. Me gusta, ¡Qué coño, me encanta tu forma de escribir! Es prosaica, hermosa, ágil y rítmica.

De hecho, siento como mías ciertas reflexiones sobre las que has escrito. Alfonso, siempre sentí una conexión contigo. Quizás se deba a la Atlántida, puede que al anhelo de escribir… Sea como fuere, allá va mi reflexión sobre el confinamiento.

Como iba diciendo, unos de tus textos que más me gustó fue en el que aparecían unas cervezas. En el mismo, aseguraste no ser una mente atormentada que necesitaba de una dosis de creatividad extra para escribir, pero que, al recibirla, ¡joder, como sienta!

Para mí, el confinamiento ha supuesto un giro de trescientos sesenta grados sobre mi realidad. He vuelto a mis orígenes. He sostenido la mirada al niño que fui, y he llorado.

Yo sí que he sufrido la maldición de tener una mente atormentada. De hecho, creo que me atormenté yo mismo. ¿Por qué? Sinceramente, soy gilipollas. Durante toda mi existencia he disfrutado de todos los placeres terrenales, incluso he gozado de los metafísicos. Era inteligente, tenía una familia de clase media que me amaba, conseguía a la chica que quería, era bueno en el deporte, estaba enamorado hasta el tuétano de mi pareja, no se me daba mal escribir… Y me encargué de arrojar todo esto (y cosas que ahora no recuerdo) a la basura.

Cinco fueron las veces que estuve a un paso de caer desde mi ático. Cinco veces me eché para atrás.

Llegó un momento en el que no era capaz de coger el teléfono sin esa inspiración, que ya no tenía nada que ver con la forma de lata con la que empezó. La inspiración, a veces, cambia de instrumentos si uno se acostumbra demasiado a buscarla.

Destruí todo por el afán de destruir. Lo sabía y me regocijaba.

¿Eres tonto? ¿Sabes que hay gente que nace…?

¿Tonto? Puede que mucho. Pero siempre, SIEMPRE (lo recalco), crecí y viví con la sensación de que me faltaba algo. Y si no me faltaba nada, ¿quién cojones era yo para merecer semejantes regalos? No había hecho nada para nacer donde nací. Colegio privado, universidad, seguro médico… Allí fuera, en las tierras de color trigo, hay gente que se muere. Debía solidarizarme. No entendía la vida sin el sufrimiento más hedonista y egocéntrico posible.

Sufrir, vivir, es lo mismo.

Así circulé unos cuantos años por mi vida. Al principio, funcionaba. Creía que era el primer en encontrar la receta del éxito. ¡El puto amo!

Pero el  tiempo no avisa. Por estúpido que parezca, jamás había reparado en que un día el reflejo de mi espejo me revelaría a un viejo –ruego que me disculpen la aliteración-. Al final, es ahí a donde nos dirigimos. A dunas de piel sobre el desierto de nuestras vidas. Todo va bien, hasta que buscas agua…

Hace años que no sueño con mi abuelo… Hace años que me flagelo por no haber contemplado más el reloj de aquel cementerio de elefantes de paredes de azulejos blancos y vistas a las torres de Madrid…

¿Y si…?

De tenerlo todo, pasé a huir del país porque unos abogados, policías y jueces perseguían mis tropiezos… Mi familia me había abandonado. Por lo menos, allí estaría solo. Ese era mi pensamiento. Yo no tenía la culpa de nada, solo era el máximo exponente de la mala suerte.

Por suerte, cambié de parecer. Por desgracia, hay personas que viven así hasta el final de sus días. No creo en el reiki, tampoco en el coaching, menos en el mentoring (no sé ni lo que es, pero suena al tipo que en vez de llamar hace una call). Pero, ¡joder! En la filosofía barata hay grandes enseñanzas.

Me fui de España por mis deudas. Me largué tratando de escapar de Blancanieves y sus siete gramitos. El problema, es que somos como imanes. No hablo de mierdas como El Secreto, libro recomendado por César Millán, sino porque, de verdad, hay algo que une a las personas afines.

Alguien dijo una vez: “Dios los cría y se juntan”. Y tenía razón.

Huyendo, sin papeles y con un dominio del inglés que deja bastante que desear, a la hora de poner un pie en Inglaterra, conocí a una persona que compartía mi religiosa afición por la cocaína: mi casera. El resto, si me conocéis un poquito, os lo podéis imaginar.

En los días malos, me sigue sangrando la nariz.

Pero allí, en la tierra de los tíos que dominaron una vez el mundo, los mismos que una vez lo perdieron, sucedió algo increíble.

Trabajaba como repartidor de comida rápida. Acababa de entregar un kebab  a un obeso transexual. De repente, algo cruzó por el proyector de mi mente. Ya no era un chaval. Tenía veintiséis años. Me habían echado de un curro por el que muchos hubiesen peleado hasta la muerte en la arena. ¿Qué me deparaba la vida? Si entregaba kebabs a gordos transexuales, poco.

Meditando en semejantes nefastos pensamientos, ¡PUMMMMM! ¡PANDEMIA MUNDIAL!

¡JODER!

Tuve que volver de Inglaterra. Me jodió como una puñalada en un huevo. Se lo reproché a mi novia durante meses… Me fui a por dinero y volví con más deudas.

Hasta que me di cuenta de la suerte que tuve…

Venga, estoy escribiendo esto muy sencillo, con palabras comunes. Vamos allá con la petulancia.

Bajo un techo imposible, me enfrenté con mis demonios. En la travesía, me topé con Dante. Conversamos largo y tendido, mas yo le otorgaba vagas contestaciones a las preguntas que no quería responder.

A la par que mi extremidades recelaban del rumbo de mis andares, una sensación ígnea atormentaba mi mente, ya de por si inflamable.

Mi compañera de viaje había remarcado la obligación de abandonar mi afición a los deportes de invierno, practicables por los más aptos incluso en verano. Ella misma había advertido que, si me lo proponía, podía llegar a superar a Lucifer, en cuanto a malicia se refiere.

Los primeros meses fueron los más duros. Despojado del hálito del vampiro, mi sangre anhelaba más sangre. Extranjero en tierras patrias, vagué sin rumbo por costas ajenas a mi condición. La fortuna, cualidad que luchaba por apartarse de mi persona, discurría por puertos infestados de navíos carcomidos. Y yo no sabía trabajar la madera.

El mundo sufría un episodio asmático de pseudo realidad. Yo, moría por volver a alcanzar la cota nevada más elevada. Si no lo lograba, jamás volvería a escribir más allá de un par de frases.

Pero algo sucedió. Encerrado en una misma estancia durante días, que se me antojaron largos como años, mi mente se propuso investigar. Quise analizar los sinos de mis porqués.

Lloré.

Mentiría si dijera que no sufrí.

Una vez, hace ya mucho tiempo, encontré la inspiración en los colores de un mundo que me vi obligado a conocer. Mis fantasías surgieron de lo que veía y pensaba durante el transcurso de horas encerrado en aulas blancas.

Ahí es donde tenía que volver. Me había acostumbrado a pensar solo cuando aspiraba montañas nevadas. Esta cuarentena, aprendí a volver a conocerme. Si no nos hubiesen confinado, tarde o temprano me hubiese disparado 22 balas, o las que fueran. Ya estuve a punto de saltar de un balcón a más de 22 metros.

Un año después de que el mundo se detuviera, he escrito cuatro libros y voy a publicar el primero en unos meses.

Ahora, voy borracho, pero no drogado.

Gracias por incluir esta parte de ti. Leo y, a pesar de ser diferentes, siento estas líneas de los dos, cuerpo a cuerpo, a kilómetros de distancia pero con el recuerdo de aquellos desayunos hablando de las noches de Juego de Tronos. Ahí va mi parte, Caminante Blanco…

No puedo borrar nada. Ni una palabra. Una, dos, tres, así hasta 22 y vuelta a empezar, sin llegar al 23. Como el título original de la película, El Inmortal, L’Immortel, paso a paso y día a día, había llegado un nuevo mes. Las palabras de un amigo que ha grabado en el cielo un mensaje diferente, de tormentas espeluznantes y amaneceres envueltos en mantas, ceniza y dolores de cabeza.

La mafia marsellesa de los años 70 reventando a quien creían muerto, la cuarentena destrozando la seguridad y la confianza que llevábamos dentro. Mientras tanto, ahí estaba ella, expectante, deseando que las yemas de los dedos golpeasen con rabia las teclas de cemento. Devolvía la mirada. Juzgaba, criticaba y observaba. ¿Qué sientes? ¿Qué escribes? ¿Sabes hacerlo o has venido a mí simplemente a desahogarte para luego devolverme al abismo del olvido? Yo no soy ese protagonista, no me creas muerta porque nunca me he ido. Nací hace tiempo y al tiempo enterraré. Yo soy la pistola y tú las 22 balas…

Ahora hemos vuelto a hablar con ella. Quizá nos haya rescatado de un futuro incierto en forma de baldosas amarillas y relatos fantásticos. Dos formas distintas de dar vida a las palabras a las que aquellos meses de desidia y agotamiento mental otorgaron una nueva oportunidad. Dos buenas noticias, sin egos ni aires de estrellas de alfombra roja. Humildad mencionando el buen trabajo, los muros derribados y las piedras del camino convertidas en aliados.

Me siento abrumado, confuso y, sinceramente, pequeño. No encuentro razón que justifique no haberte pedido antes construir algo así. Sólo el corazón puede juzgar que, al igual que tú, siento tus palabras mías y a lo bestia, sin frenos y, con la vista puesta en la carretera, dibujaste un horizonte cargado de creatividad. Sin cinturón y a volar… No cambio comas, no me gusta mandar, odio el orden y la meticulosidad. Esto es un desastre que, como un cubo de rubik, hemos sabido encajar después de muchas vueltas, golpes en la cabeza y unos días de aislamiento que han resucitado al Hades.

Dos experiencias. Dos vidas. Dos caminos. Dos martirios. Dos caídas. Dos disparos… Y 22 balas. Te creían muerto y aquí estás, derrochando reflexiones, dudas y orgullo personal. Me creía bien. Toque de atención, ordenar lo emocional y vuelta a empezar. Nos han disparado, de un modo u otro. Hemos aprendido de aquello que nos hizo cambiar para, nuevamente, volver a girar y caminar por el sendero de la cordura. Esa que, no hace mucho, se vio afectada por un qué se yo indeseable.

Un ruido sordo en la oscuridad. Un silbido fino transportando ingenuidad. Un silencio sepulcral en la noche madrileña. Ya no hay música, sólo calma y paz. Cerramos los ojos y, como en la película, fingimos estar muertos. Un, dos, tres… Hasta 22, contando balas.

“Me dedico a una profesión extraña. Una vez que entras; se acabó, no puedes salir, es una maldición. Estás condenado a quedarte y a reventar. La sangre derramada no se seca jamás.” (22 balas, 2010)

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