Partida de ajedrez
Aquel mes terminó por consumar lo que, desde dentro, sabía que
estaba sucediendo. Aquel mes, cuando las calles oscurecen un poco antes, la
lluvia hace acto de presencia y la nostalgia se instala en nuestro ser, supe
que estaba inmerso en una cruenta e intensa batalla de ajedrez. Una partida
desigual. No sé jugar y a cada movimiento que hacía, descubría que mi rival iba
dos pasos por delante, adivinando mis intenciones y comiéndose todas y cada una
de mis piezas hasta dejarme desnudo. Iba con blancas, movía primero y perdía
siempre. Apenas supe estudiar el tablero. Los movimientos de mi contrincante me
resultaban complicados de comprender. El resultado, por supuesto, estaba
escrito desde que comenzó noviembre.
A pesar de todo, allí estaba, dispuesto a jugar. Con la ilusión de
quien ve el mar por primera vez, con la expectación de ver la tierra bajo tus
pies a través de la ventana de un avión o la tensión previa a un primer beso.
Junto a mí tenía personas maravillosas que hacían que los días fuesen más
largos gracias a unas risas interminables, abrazos de bienvenida y copas de
más. Éramos el equipo perfecto. Quizá ninguno sabíamos cómo actuar. Dudas,
ansiedad, nervios, inseguridades… El público esperaba expectante a que alguien
iniciase la partida y demostrase la valentía necesaria para enfrentarse a la
incertidumbre.
Atrás dejamos el miedo. Siéntate y vamos a hablar. Curémonos las
heridas mutuamente y sanemos el corazón. Una por aquí, otra por allá y así
hasta que cerrase el bar. Hay personas que son descubrimientos y, a pesar de la
distancia, yo encontré en mis compañeras un mundo de posibilidades. Nació
entonces una mínima oportunidad de ganar la partida, pero debíamos ser cautos y
movernos con precisión a lo largo y ancho del tablero. Observamos a nuestro
alrededor, escudriñando cada milímetro y en nuestras cabezas solo éramos
capaces de pensar en la siguiente ronda. No es que nos hubiésemos rendido,
simplemente pensamos que lo mejor era disfrutar de ese breve instante de
felicidad y dejar el siguiente paso para otro día.
“¿Sabes por qué los rusos son
los mejores jugadores de ajedrez del mundo? Es porque ellos juegan juntos, como
equipo, especialmente durante los aplazamientos. Se ayudan entre ellos”
(Gambito de dama, 2020)
Fuimos rusos y jugamos como equipo. Estábamos fabricando los mimbres
del futuro. Dejamos de hablar en individual, pues todos sabíamos que debíamos
darnos la mano, apretar fuerte y mostrar determinación y confianza. La partida
debía ganarse, sí, pero nadie dijo que tuviese que ser en ese preciso instante.
Contábamos con una ventaja: podíamos alargarla el tiempo que quisiésemos
porque, al fin y al cabo, éramos los invitados. Sin embargo, nada duraba para
siempre, ni siquiera la lluvia de noviembre, y debíamos permanecer en alerta.
Observé a mi alrededor. Hacía tiempo que no me sentía tan cómodo. De
repente, todo mi entorno fluía como el suave murmullo del río a través de una
pradera. Después de mucho tiempo en el que mi mente fue un agujero negro, los
colores del arcoíris comenzaron a aflorar en el alma y el olor de las personas
que me rodeaban se hizo aún más intenso. Ahora podía abrazar sin miedo y
recibir el beso de la muerte con suma tranquilidad. La partida de ajedrez
empezaba a igualarse. Hicimos acopio de valor y decidimos pasar a la ofensiva,
atacar constantemente hasta agotar a un rival que se protegía con el cierre de
los bares, la disminución de los aforos y la multa de después de las doce.
Sin embargo, aguantamos. Nos sentíamos, hasta cierto punto,
invencibles, y las mesas de aquel pequeño rincón donde predominaban los gritos
y la atracción se convirtieron en cómplices de lo que estaba por venir. Anillos, cadenas y la idea de conquistar un
barrio y una ciudad que, poco a poco, iba a adaptándose a nuestros más
profundos deseos. Los sueños ya no eran tal y todo era posible en la calle de
la alegría y el desenfreno.
En medio de conversaciones interminables, cuando las risas se colaban
entre los resquicios de los viernes de tormenta, la partida dio un giro brusco
que lo complicó todo. Sin embargo, no quisimos rendirnos. Estábamos a punto del
jaque mate y lo habíamos conseguido construyendo un muro que nos hacía
sentirnos seguros. Dentro de nuestra propia soledad, habíamos encontrado un
oasis de esparcimiento donde bañarnos en copas de vino blanco, chupitos de
bebidas sin nombre y algún que otro baile desacompasado. Estábamos ahí,
presentes, sin miedo a nada y con la esperanza de que al día siguiente, la
resaca no acabase con nuestras ganas de continuar el duelo.
Y, de repente, oscuridad. Un cambio que acabó con todo y, como el beso truncado tras una serie de miradas vacías que no conducían a nada, volví a sumirme en una espiral de desesperación y desencanto. La partida había finalizado. Jaque mate y todas mis fichas en el suelo… No supe hasta qué punto debía continuar mi camino en soledad y dejar atrás todo lo que había ganado. El rubio y el moreno de dos cabellos ondeando al son del viento otoñal permanecían allí, como cada viernes, dispuestos a escuchar y curar unas cicatrices que se reabrían sin apenas darme cuenta de ello.
La partida de ajedrez había acabado, sí. Pero me sentía fuerte para afrontar un segundo asalto, para dar batalla y luchar por la revancha del todo o nada. Al fin y al cabo, tenía dos compañeras y amigas que demostraron ser más fuertes que un Nokia. Quería ese material para mis piezas y lo quería ya. Quería ganar, reír, llorar…
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