Historia de vagón
Escuchaba atento el lento traqueteo del tren. A primera hora los
vagones iban a rebosar y ni siquiera el conjunto de voces y conversaciones era
capaz de silenciar el estruendoso ruido que producían las vías. Allí, apoyado
en una de las puertas, me detuve a observar a los cientos de rostros que
afrontaban con más o menos energía un nuevo amanecer. Vi al grupo de
estudiantes hablando del examen y de la preocupación que ello les suponía.
Criticaban las subidas de las tasas y las matrículas universitarias. Escuché un
“Puto Wert, págame tú los estudios, cabronazo”. Una de las estudiantes había
estado trabajando todo un verano para poder ayudar a sus padres a pagar la
universidad. Estaba realmente preocupada pues su situación financiera le
impedía pagar una segunda matrícula. Sus ojos radiaban tristeza y hasta cierta
ansiedad. Era una mente brillante pero la barrera del dinero suponía un gran
obstáculo de mierda. Me acordé entonces del matrimonio que afrontaba un
desahucio la próxima semana. La voraz máquina de tragar dignidad del banco
había fijado un objetivo sobre ese matrimonio… No pude escuchar más.
El metro llegó a la siguiente parada, donde se subieron un par de
jóvenes con una guitarra española, una pandereta y un amplificador. “Buenos
días señoras y señores. Sentimos importunarles a primera hora de la mañana
pero, ¿Qué mejor que empezar el día con música y una buena sonrisa?”. Tocaron Sound of silence, de Simon y Gandfurkel.
Cuando recorrieron el vagón para recoger el dinero que la gente le ofrecía, una
mujer sudamericana les dedicó, además, una enorme sonrisa y les regaló a ambos
una pulsera fabricada por ella misma. La mujer tenía un puesto de artesanía en
una calle céntrica de Madrid y procuraba abrirlo independientemente de las condiciones climatológicas.
Siguiente parada. Un matrimonio de ancianos viene del hospital.
Uno de ellos necesita cuidados intensivos pero algo parece no ir bien. Los
recortes en sanidad llevados a cabo por el Partido Popular han rebajado el
número de medicinas disponibles para curar la enfermedad de uno de ellos. Ambos
se miran y tratan de sonreír, pero las arrugas de su piel, como anécdotas en un
diario, revelan la cruel verdad. Dos adolescentes se han levantado de sus
respectivos asientos para dejar que los ancianos pudieran sentarse. Cuánta educación
de calle… A la vez que ellos, dos obreros habían hecho el amago de intentarlo
pero al ver que la pareja ya estaba sentada, habían vuelto a acomodarse.
Comenzaron a hablar. No eran españoles. Su trabajo consistía en hacer algo que
nadie quería hacer. Sus manos de piel
áspera y dura y las uñas llenas de polvo blanco sujetaban un bocadillo envuelto
en papel de plata.
Otra parada. Miro la hora: llevo 15 minutos de retraso porque el
mantenimiento del transporte público por parte de la Comunidad de Madrid es
prácticamente nulo. En esa parada se bajan los músicos y la mujer sudamericana.
Los tres han entablado una conversación y me había parecido escuchar que habían
quedado para tomar un café. Los estudiantes también se habían bajado. “Suerte
en el examen”, pensé y, sobre todo, “suerte en la vida”. Encerrado en mis
pensamientos no me percaté que, justo delante de mí, un hombre pedía, con la
voz quebrada y los ojos inundados en lágrimas, ayuda para poder alimentar a sus
dos niñas. Su mujer había fallecido el mes pasado. Los recordaba a ambos. Sentí
pena por aquel hombre, obligado a enfrentarse sólo a la vida para sacar
adelante a sus hijas por una putada del destino. Le ofrecí mi manzana y un par
de euros. Sus ojos brillaron de felicidad por un breve instante. “Suerte a ti
también”, susurré. Siguiente parada. Me hice hueco para bajarme pero, antes de
salir, eché un último vistazo al vagón. Cuántas historias anónimas… Suspiré y
me fui, dispuesto a hacerlo bien en mi primer día como becario.
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