Ciudad de Dios


Ciudad de Dios es una película brasileña, basada en una historia real escrita por Paulo Lins, de acción y drama dirigida por Kátia Lund y Fernando Meirelles y estrenada en 2002. La historia describe el mundo del crimen organizado en Cidade de Deus, un suburbio de Río de Janeiro, desde finales de los sesenta hasta principios de los ochenta, época durante la cual el tráfico de drogas y la violencia impusieron su ley en las favelas.

Orillas del Río Manzanares, Madrid (1940)

Un año después de la victoria definitiva de las tropas franquistas sobre la República, en Madrid apenas existía vestigio alguno de democracia. Las mujeres habían sido devueltas al hogar, perdiendo los derechos adquiridos en los años pretéritos. Comunistas, masones y homosexuales eran perseguidos por los nacionales para ser llevados a los campos de concentración, desde los cuáles eran trasladados para convertirse en la mano de obra esclava de las megalómanas construcciones que Franco llevaría a cabo en los años venideros. La Iglesia había recobrado el poder perdido, asentándose como uno de los pilares básicos de la dictadura. Curas, obispos y arzobispos aplicaban la ley de Dios a su gusto, alejándose plenamente del perdón y la compasión que tanto predicaban. Madrid, como España entera, se había convertido en toda una Ciudad de Dios.

Cientos de personas descansaban a orillas de aquel aprendiz de río. En mente de los más ignorantes rondaba la idea medieval que anhelaba convertir el Manzanares en un río navegable, pudiendo equipararlo así a los grandes ríos europeos que atravesaban capitales como Londres o París. Ebrios de poder, los nacionales deliraban con absurdas ideas que consistían en hacer de Madrid la capital de un nuevo mundo, basado en la obediencia obligatoria, la tortura y la persecución al disidente. Ejemplares del Malleus Maleficarum habían sido distribuidos a lo largo y ancho de la geografía española, instando a los seguidores del bando vencedor a aplicar las mismas prácticas de persecución y castigo sobre los derrotados. A su vez, el aparato político de Franco había comenzado a elaborar las nuevas leyes sobre las que se sostendría el régimen, haciendo desaparecer cualquier atisbo democrático de los libros. La Historia sería reescrita. Los poderosos volverían a pisar las espaldas de la clase trabajadora, construyendo imperios de sangre y sudor sobre las cabezas de un pueblo que no volvería a ver la luz del sol.

Un joven soldado nacional de mediana altura, bigote castaño, pelo corto, piel cetrina y mirada apagada, fumaba mientras miraba el horizonte y escuchaba el susurrar del escaso caudal del río. En su cabeza se dibujaba poco a poco aquella ciudad que gobernaría el mundo, dirigida por un soldado ilustre, respetado y admirado por seguidores y detractores. Se había excitado ante aquella absurda idea que consistía en enterrar todo el pasado, destruyendo los cimientos de las generaciones anteriores y poniendo a la amada España en el lugar que la correspondía. El imperio donde nunca se ponía el sol resurgiría de sus cenizas, más fuerte y más violento que nunca. Por fin, la República había sido destruida y aquellos traidores a la patria y a Dios serían juzgados, condenados y asesinados ante una masa que aclamaría a su admirado caudillo.

En la nueva Ciudad de Dios reinaría el orden, las construcciones serían más altas y resistentes, sólo los ciudadanos obedientes y sumisos recibirían su dosis semanal de pan y circo y todo aquel que osara presentar resistencia sería asesinado como ejemplo de represalia. La red institucional de policías y matones sería la encargada de llevar a cabo dicha tarea. Las banderas golpistas ondearían en los edificios más ilustres del país, aguantando la más brava de las tormentas, dando cobijo y consuelo en los días más calurosos y soportando vientos huracanados y tempestades de origen divino. Serían convertidas en el símbolo de la unión del pueblo y toda persona viva debería jurar lealtad, besándola en acto público y arrodillándose mientras sonaba el Himno de la Legión. El soldado fantaseaba y apenas se había percatado que por sus mejillas resbalaban unas cuantas lágrimas. La emoción de la Ciudad de Dios le había invadido. Se apresuró a enjugarse las lágrimas, temeroso de que alguien pudiera observarle y juzgarle de homosexual. Todo el mundo sabía que los hombres de pelo en pecho nunca lloraban, pues era síntoma de debilidad.

Terminó el cigarro y, de repente, comenzó a convulsionarse. El corazón latía a una velocidad pasmosa y un sudor frío recorría toda su piel. Las personas que caminaban cerca fingían no percatarse de lo que estaba ocurriendo e, ignorando que aquel soldado iba a morir, continuaban practicando sus quehaceres. El soldado intentó pedir ayuda, pero una especie de nudo en la garganta le ahogaba. Se llevó la mano al cuello, buscando consuelo en una cadena de la Virgen. Se la acercó a los labios pero, en el preciso instante en el que fue a besarla, una sombra surgió de ella, se introdujo en su cuerpo y terminó por matarle.

De la boca del soldado salieron unas últimas palabras que, a oídos de un humano corriente, eran imperceptibles. Sin embargo, una chica que sí se había aproximado a ver qué ocurría, entendió a la perfección lo que murmuró antes de morir…

_ Serendipia, Cidade de Deus…

Palidecía. Tenía la mirada perdida en el cielo azul de Madrid. La Ciudad de Dios, ese lugar utópico en el que los fascistas se consideraban libres de poder llevar a cabo sus más lascivos deseos sexuales o hacer realidad la más tétrica de las torturas, debía esperar. Enfrente, la figura de Serendipia se erguía como baluarte de la resistencia, seguida de unas Trece Rosas que jamás se habían marchado.

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