En nombre de Franco
Palacio Episcopal, Salamanca (1939)
Francisco Franco, Millán Astray y Enrique Plá y Deniel, obispo de
Salamanca, conversaban sentados alrededor de una gran mesa de caoba. El obispo
había prestado el palacio a Franco como sede desde la cual lanzaría las atroces
medidas a las que sometería a los republicanos. Lejos de toda moralidad, discutían
sobre cómo podrían llevarse a cabo las torturas y vejaciones sobre esa parte de
la población que, vencida, había caído en desgracia y se había visto obligada a
llevar a cabo su acción política en la clandestinidad. Como quien no tiene un
ápice de humanidad, aquellos tres jinetes del Apocalipsis reían irónicamente
sobre la brutalidad con la que los nacionales habían asesinado a miles de
republicanos.
El humo del tabaco que fumaba incesantemente Millán Astray flotaba
en el aire y representaba fielmente lo que los presentes deseaban para su amada
patria. Una España cuyos cielos se teñirían de gris, matando lentamente a
quienes no se rindieron, enterrando profundamente las ideas de libertad,
igualdad y democracia que la II República se había encargado de implantar.
_ Asesinatos en nombre de Franco_ gritó socarronamente Astray._ A
tomar por culo los rojos, comunistas y masones_ y comenzó a reír con una voz
que sólo el Diablo conoce.
_ ¡Fuera el divorcio y la libertad para las mujeres!_ añadió
triunfante el obispo._ ¡En nombre de Franco someteremos a las mujeres a la
voluntad de Dios y de la Santa Iglesia! Las devolveremos al lugar que les
corresponde.
_ ¿De qué lugar hablas, amigo?_ preguntó Franco de forma irónica.
_ Al hogar, donde han de permanecer calladas, sumisas y fieles al
marido que se partirá la cara por el bien de nuestra España. Sólo Dios puede
conceder derechos al sexo débil. He bebido unos cuantos vasos de su sangre y me
ha comunicado que no tiene intención de hacerlo…_ y soltó una carcajada que
retumbó por todo el palacio.
Astray daba golpes a la mesa mientras se ahogaba en su propia
risa. Se quitó el parche que le cubría el ojo derecho, dejando ver un hueco
maltrecho lleno de heridas, para secarse las lágrimas que brotaban de él. Su
aspecto era fantasmagórico. El odio, rencor y violencia que corrían por sus
venas habían maltratado la piel de un hombre que bebía veneno cada mañana.
Mientras Astray y Plá herían la memoria de los republicanos y
lanzaban pestes sobre las familias que sufrieron, Franco miraba al suelo,
pensativo y bajo un aura de supuesta divinidad. Se mesaba el bigote a la vez
que, a través de su mente, se sucedían imágenes de republicanos suplicando por
sus vidas, llorando por sus familias y pidiendo de rodillas que él, caudillo de
España por la gracia de Dios, no los ejecutase. Una sonrisa se dibujó en su
rostro. Repitió una y mil veces en voz baja una proclama que, a partir de aquel
momento, haría suya: En nombre de Franco.
_ ¡En nombre de Franco humillaremos a los republicanos!_
continuaba vociferando Astray.
_ En nombre de Franco haremos de la Iglesia un pilar
imprescindible en el funcionamiento del régimen_ dijo Plá mientras se servía
una gran copa de la sangre de su jefe._ Odio al traidor de la patria que sólo
encontrará la muerte si osa levantarse en armas con nuestro caudillo. Todo
estará justificado si es en nombre de Franco.
Bajo su sotana se escondía un cuerpo escuálido, blanco y surtido
de cicatrices, aquellas que servían para aliviar su conciencia cada vez que
incumplía las normas del catolicismo más rancio y conservador. Ese hombre
compartía bebida con Astray y ni siquiera era imaginable el peor de los
infiernos para una persona con semejante cantidad de maldad acumulada. Durante
años había intentado reprimir sus impulsos sexuales pero ahora, bajo el
beneplácito del dictador, sabía que era libre de saltarse cualquier pecado sin
necesidad de buscar la redención. El cielo estaba asegurado para él.
_ En mi nombre, amigos, levantaremos este país, devolviéndole su
antigua gloria, eliminando todo disidente y contrario al régimen. Haremos de la
burguesía y el clero las columnas sobre las que se sostendrá España.
Construiremos un legado sobre la espalda, el sudor, la sangre y la muerte de
los republicanos que osaron y osan enfrentarse a mí, al todopoderoso caudillo
de España.
Astray y Plá escuchaban atentamente, atónitos y con cara de haber
visto a todo un dios hablar a través de los labios de Franco. Ambos se
incorporaron y alzaron el brazo derecho a la vez que exclamaban.
_ ¡Viva Franco! ¡Una, grande y libre!
Franco, a su vez, observó cómo aquellos dos títeres habían
comprendido perfectamente su papel en el futuro reinado del terror que
impondría en España. Adiós a la cultura, a la igualdad, a la tolerancia y a la
democracia. La España que estaba por venir tomaba forma en una mente
beligerante, azotada por la locura y la megalomanía. Susurró una última vez… “En
nombre de Franco”.
De repente, una figura fantasmal irrumpió en la habitación,
rompiendo los cristales, esquivando los inútiles tiros que lanzaba Astray e
inhibiendo las oraciones que el obispo había empezado a rezar mientras se
besaba su cruz de oro.
_ A ti, dictador_ dijo mientras señalaba con un dedo de forma
amenazadora a un Franco que se había quedado pálido, _ te auguro la más triste
de las muertes, humillado y escuchando la voz de un pueblo que, tras años de
represión, gritará al fin que Franco ha muerto. El tiempo te juzgará, estarás
solo y tu familia sufrirá el odio que un día tú te encargaste de verter sobre
cada rincón de este país. Los esfuerzos por resucitarte serán en vano pues
lograremos enterrar el fascismo para siempre y no habrá bandera que pueda tapar
vuestras vergüenzas y vuestra mísera existencia.
Serendipia se marchó, dejando tras de sí un mensaje grabado en la
mesa de caoba: No pasarán…
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