Ayer y Hoy
5 de agosto de 1939, Cárcel de las
Ventas (Madrid)
Blanca, la mayor de las Trece Rosas, apenas emitía un leve susurro
cuando era preguntada por sus carceleras. Exhausta, llena de arañazos, heridas
y malos sentimientos; tenía la mirada perdida, intentando recordar en la fría
pared de hormigón los dibujos que su único hijo le regalaba; en sus ojos se
reflejaba el dolor de quien ya había perdido toda esperanza y, mientras sus
oídos hacían lo posible por reconstruir las melodías que le dictaba su pareja,
un músico del Partido Comunista, durante las frías noches del invierno
madrileño.
Estaba sola en aquella lóbrega celda. Le habían separado de sus
doce amigas, aquellas con las que compartió todo tipo de aventuras, emociones y
relatos hasta altas horas de la madrugada. A la mañana siguiente, todas serían
trasladadas al cementerio de La Almudena. Blanca no podía conciliar el sueño,
aquel que, en muchas ocasiones, le rescataba de su dolor y le transportaba a
paisajes mejores, haciendo que, por unas horas, se sumiese en un mundo
enteramente suyo. Quería abrazar por última vez a su hijo, regalarle una
caricia, besarle las mejillas y prometerle que volverían a encontrarse. Pidió
entonces papel y lápiz y escribió aquellas palabras que, sabía, no podría pronunciar
jamás.
“Cariño, allá donde voy no
existe el dolor. Allá donde voy, la tristeza se oculta entre matorrales
repletos de hojas verdes, avergonzada y asustada. Allá donde voy, el miedo es
sólo una palabra escrita en un diccionario. Cariño, allá donde voy, las noches
son siempre estrelladas y la lluvia, fina y agradable. Querría visitar este
mundo un poco más tarde y no a la temprana edad de 29 años. Sin embargo,
prometo que, cuando dentro de muchos años estés andando por el camino de
baldosas amarillas que transcurre hasta este utópico lugar, te estaré esperando
en la puerta, sonriendo y esperando recibir el más fuerte de los abrazos.
Hace frío aquí dentro y el silencio se
hace abrumador. Anhelo tus dibujos y las historias de fantasía que ambos
construíamos sentados en la cálida mesa del comedor. ¿Te acuerdas? Quiero
decirte que, a pesar de todo, mi alma y espíritu hace tiempo ya que han
abandonado estas infames estancias. Ahora mismo vuelan hacia ti para poder
darte los besos de buenas noches que yo no podré ofrecerte.
Quiero que hables de mí, que me
recuerdes y que me mantengas viva. Moriré cada vez que llores y te lamentes,
cariño. Llévame contigo en lo más profundo de tu ser, allá donde ni el disparo
más violento logre alcanzarnos. Guárdame en tu corazón, ciérralo con llave y
ábrelo solamente cuando yo te lo pida. Seré tu voz, tus ojos y tus oídos,
palparé lo que tú palpes y saborearé hasta la más amarga de las emociones.
Impregnaré toda tu piel para, de esta manera, protegerte en todos y cada uno de
tus actos. Sé buena persona y guíate siempre por lo correcto. Aléjate de todo
aquello que ha transformado nuestra querida patria.
A partir de mañana, navegaré a través
de ríos de agua pura, dejando atrás todo vestigio venenoso de un mundo que, tal
vez, no era el mío. Soy fuerte en mis convicciones pero sé que Dios me ha
abandonado. He desechado toda idea católica de mi cabeza y es que,
paradójicamente, verme tan cerca de la muerte me ha hecho creer más que nunca
en lo terrenal. Ahora, cariño, todo lo que tú pises será también caminado por
mí. Recuérdame como una mujer bondadosa que tomó no muy buenas decisiones.
Prométemelo.
Te estaré observando y nunca me
atreveré a juzgarte. Te aconsejaré cuando la vida te maltrate, ayudándote y
empujándote a no rendirte jamás. Susurraré palabras de esperanza cuando el
insomnio te visite por las noches. Sentirás mi calor e incluso cómo te abrazo
una última vez. Recuerda siempre que tu madre vivirá contigo, por y para ti. No
olvides, por favor, que no seré sin ti. Estaremos lejos y más separados que
nunca, sí, pero nada podrá distanciarnos. Cuando el perfume de las flores
inunde el ambiente, recuerda que, después del invierno, las hojas vuelven a
nacer. Saliste de mí y morirás siendo de mí. Cariño, recuérdame y no dejes que
mi rostro caiga en el torbellino del olvido.
Ahora me voy. Te dejo, pero no te
abandono. Acuérdate del ayer, vive el hoy y afronta el futuro con
determinación. Yo no he podido, me arrebatarán la vida demasiado pronto.
Cariño, nunca tengas miedo de pronunciar un “Te quiero”, pues no hay palabra
más bella y pura que la del amor. Ayer y hoy, juntos.
Entregó el papel a una de las carceleras y pidió humildemente que
esa carta fuese entregada a su hijo, al cual no vería crecer. Asintió y, tras
dibujar una breve mueca de compasión por Blanca, la carcelera la dejó, de
nuevo, sola.
Blanca se acomodó lo que pudo en la pared y vio que, a través de
una pequeña rendija, el sol empezaba a salir. Había llegado el día y una voz
celestial lejana le susurraba: “Bienvenida
a Serendipia”.
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