No pasarán


10 de febrero de 2019, Plaza de Colón (Madrid)

Unas 50.000 almas clamaban, rojigualdas en mano, la dimisión de Pedro Sánchez por haber cedido, en su ignorante opinión, a la presión de las peticiones de los etarras, separatistas y comunistas bolivarianos. En una ridícula concentración que apenas llenó la plaza y las calles adyacentes, aquellos tres jinetes del apocalipsis se dedicaban a lanzar proclamas que rallaban lo patético, lanzando proclamas de odio y violencia, inventando problemas y resguardándose del frío bajo una bandera lo suficientemente grande como para tapar sus más absolutas vergüenzas.

El ilustre de Harvard, el ex líder de una naranja mecánica llevada al ostracismo y el fascista de turno posaban con sonrisas de oreja a oreja ante los numerosos medios que habían acudido a cubrir tamaño ridículo. Con un discurso incendiario, aquellos amantes de España y patriotas de pacotilla habían decidido pasarse la democracia por el forro de los cojones y resurgir el espíritu del dictador que había sumido a España en la miseria durante 40 años. Apoyados por esas 50.000 personas, en sus mentes rondaba la convicción de que aquella concentración había sido un verdadero éxito.

_ A Sánchez se le acaba la escapada, hoy nos va a escuchar gritando ‘Viva España’. Señor Sánchez, pare ya y convoque elecciones. Estamos aquí para reclamarlas, para pedir que nos dejen votar, que es lo más básico de la democracia_ afirmó el político venido a menos.

_ El tiempo de Sánchez ya ha acabado_ añadió el ahijado de José María Aznar.

_ Hay que sofocar el golpe en Cataluña hasta las últimas consecuencias_ miles de vítores y aplausos acompañaron esta peligrosa premisa pronunciada por un vividor de chiringuitos disfrazado de salvador de la patria.

Desde lejos, Miguel observaba, tras haber mantenido un encuentro con un misterioso ser en el Museo del Prado, cómo aquella gente sacada de un manicomio se atrevía a recitar semejantes absurdeces. Después de su trance, Miguel había adquirido una repentina conciencia política que le impedía entender aquella concentración. Su preocupación iba en aumento al ver que había gente que incluso se atrevió a desempolvar la bandera del aguilucho. Los fascistas se habían quitado la careta y ya no disimulaban su condición de gilipollas peligrosos. Su respiración se entrecortaba a medida que el eco de los “¡Viva España!” se intensificaba.

Se marchó de allí. Sus ojos eran incapaces de ver lo que estaba ocurriendo. Aquella gente estaba pidiendo a gritos un golpe de Estado, encubierto bajo unas elecciones que debían repetirse hasta que a aquellos amantes de España estuvieran contentos. Su impotencia política les haría sufrir gatillazo tras gatillazo, impidiendo para siempre que esos señoritos de papá pudieran masturbarse pensando en el dictador de un solo testículo.

Miguel corrió sin cesar, huyendo del himno de España que acababa de empezar a sonar. Se ocultó bajo un soportal, sollozando. Un hombre y una mujer, de edad avanzada, cuya piel reflejaba las dificultades de la vida, se detuvieron al verle y preguntaron.

_ Muchacho, ambos sabemos por qué lloras. Lo hemos visto y queremos prometerte algo. Vencieron en 1939, sí, pero jamás lo hicieron en los libros de Historia. Tampoco en el alma y los corazones de los verdaderos demócratas. Nuestro espíritu, amigo mío, está con vosotros. Ahora le toca a vuestra generación contener el avance del fascismo. Compañero, levanta el puño y grita con nosotros. ¡No pasarán!

Miguel, todavía atónito, hizo caso a lo que aquella enigmática pareja le había pedido. Levantó su puño izquierdo al aire y, con todas sus fuerzas, gritó: “¡No pasarán!”. De repente, en su móvil comenzó a sonar un verdadero himno de las clases populares chilenas en su lucha contra la dictadura de Pinochet.

_ “El pueblo unido, jamás será vencido. En pie cantar, que vamos a luchar…”

Sala de Bóvedas de la Casa de la Panadería, Plaza Mayor de Madrid (1936)

La gente se había empezado a organizar. Las tropas nacionales querían penetrar en Madrid, uno de los bastiones de la República. Salomé, una joven de 10 años hija de padres zapateros, corría entre los arcos de la Plaza Mayor, observando cómo unos vecinos engalanaban la calle con una enorme pancarta que rezaba: “¡No pasarán! El fascismo quiere conquistar Madrid. Madrid será la tumba del fascismo”.

Sonrió. A pesar de su edad, Salomé había aprendido, gracias a sus padres, que España estaba viviendo momentos convulsos. Los golpistas habían decidido derrocar al gobierno de la República amparándose en tres pilares básicos medievales: la burguesía, el clero y el espíritu de la monarquía. Sin embargo, allí estaban los compatriotas de Madrid, unidos bajo un objetivo común: derrotar a Franco. La tricolor ondeaba orgullosamente en balcones, ventanas y corazones de todos y cada uno de los republicanos del país.

Sacó un papel y carboncillo, se sentó en unas escaleras y, con las piernas temblorosas, escribió unos versos de Rafael Alberti que evocaban el espíritu republicano y sus ansias de libertad, solidaridad, igualdad y justicia social.

Republicana es la luna,
Republicano es el sol,
Republicano es el aire,
Republicano soy yo”

Entonces, el cielo se tiñó de rojo, amarillo y morado, los colores que representaban la fuerza de un particular 14 de abril que, años después, seguiría siendo celebrado y recordado por millones de personas. El viento entonó el himno de la República, alentando al pueblo y llenándolo de optimismo ante lo que estaba por venir. Madrid y España estaban preparadas.

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